TRIBUNA LIBRE
Recordando a Carlos Cuarteroni
Una deuda generacional pendiente en Cádiz
La figura del gaditano Carlos Cuarteroni (1816-1880) me impresionó desde el primer momento que supe de él y, sobre todo, tras leer el magnífico libro de Alicia Castellanos Escudier, destacada especialista de la historia de Filipinas, 'Cuarteroni y los piratas de los mares del sur'. Se trata de un personaje poliédrico e irrepetible, cuya vida daría para varios libros y alguna serie de cine. Si hubiera sido un personaje de la época actual, la labor humanitaria por él desarrollada reuniría, en mi opinión, méritos más que suficientes para haber sido propuesto a un Premio Nobel de la Paz o a un Príncipe de Asturias de la Concordia. Con la diferencia, si se le compara con determinadas ONGs humanitarias actuales, de que todas sus actividades las llevó a cabo con su propio esfuerzo y capital, volviendo a su tierra, Cádiz, sin dinero, en donde falleció a los pocos días, el 12 de marzo de 1880. Aunque tuvo un entierro multitudinario y fue trasladada su sepultura a la cripta de la catedral de Cádiz, dedicándole el Ayuntamiento una placa en el nº 3 de la Avenida de Carranza, donde nació, me atrevo a decir que su memoria ha caído en el olvido en su ciudad natal. Los resultados de una 'encuesta casera' que realicé por WhatsApp con unos cien amigos gaditanos, me llevaron a la triste realidad de que solamente uno sabía de la existencia de Carlos Cuarteroni. Ello me animó a dedicarle tres episodios en mi podcast 'Voces del mar' y a escribir, a modo de resumen, este artículo. Para darle todavía más brillo a nuestro personaje, cabría decir que el novelista Emilio Salgari, que no navegó, ni prácticamente salió de su región, pudo haberse inspirado en su vida aventurera y en los países en donde se centran sus novelas sobre Sandokán, según la citada investigadora.
La familia de Carlos Cuarteroni, de nueve hermanos, cuyo padre de procedencia italiana se asentó en Cádiz a finales del siglo XVIII, siendo su madre de Sanlúcar de Barrameda, se dedicó al establecimiento del negocio marítimo con Filipinas. Nuestro personaje se embarca con solo trece años en la ruta Cádiz-Manila, de entre cuatro y seis meses de navegación a vela, bordeando el Cabo de Buena Esperanza, y va consiguiendo, tras sus numerosos viajes, todos los grados oficiales de la carrera de Marino Mercante, hasta obtener el de Capitán de la Marina Mercante y Sutil de Filipinas. Ejerció de geógrafo, cartografiando y documentando las costas que visitaba, sobre la base de sus amplios conocimientos de geodesia e hidrografía. Era un reconocido políglota (inglés, francés, italiano y gran parte de los dialectos de las islas del mar de Filipinas). En 1842, con sólo 26 años, decidió dar un cambio a su vida, y pasó de ser comerciante de la Carrera de Manila, y el más experimentado piloto de dicha ruta en Cádiz, a convertirse, para sorpresa de todo el mundo que le conocía, en un aventurero, pescador de perlas y carey y buscador de tesoros. En realidad, fue una excusa para descubrir, después de catorce meses, a un buque inglés, repleto de lingotes de plata, que sus armadores habían dado ya por abandonado, convirtiendo a Cuarteroni en una persona inmensamente rica.
A partir de ahí empieza la leyenda de Cuarteroni en las islas del mar de China. Nuestro protagonista digamos que lo tenía todo: joven, soltero, apuesto, millonario, muy culto y con muy buenas relaciones familiares y sociales en Cádiz y Filipinas. Con el dinero del tesoro podría haber comprado incluso alguna que otra isla, como hizo el inglés Sir James Brooke, que había comprado una gran extensión de terreno al sultán de Brunei, convirtiéndose en el 'rajá blanco' de Sarawak. Sin embargo, Cuarteroni fue de esas personas extraordinarias que a veces aparecen de ejemplo en esta vida, y que anteponen la lucha por las injusticias que había estado viendo a lo largo de sus viajes, al disfrute de una vida de lujo, en alguna de las islas que había visitado o incluso en el mismo Cádiz. Y esas injusticias no eran otras que la esclavitud de los cientos de cautivos filipinos de los piratas moro-malayos, por cuya liberación se comprometió durante el resto de su vida.
Con su goleta 'Mártires de Tonkín', con la que descubrió el tesoro, se dedicó a ir de una isla a otra liberando esclavos y pagando por su libertad. Como no daba abasto, necesitó comprar una goleta-bergantín adicional, de nombre 'Lynx» y origen inglés, desconociendo que con anterioridad se había dedicado al contrabando de opio (algo muy habitual en ese mar). Con esta flota se recorre las islas y su fama de libertador de esclavos se extiende por toda esa parte del océano. Esta goleta inglesa le va a traer bastantes problemas, pues recién comprada tiene que huir de los piratas y refugiarse, tras un fuerte huracán, en el puerto más cercano, que pertenecía al reino español de Filipinas. Allí sería tratado como un corsario inglés por las autoridades españolas en Filipinas, a pesar de su buena reputación por la labor humanitaria por todos conocida. Se le abre un expediente, que es enviado al Tribunal Supremo en España, confiscándose su barco y su carga. Ello le obliga a Cuarteroni a abandonar el puerto español, convirtiéndose en prófugo de la justicia española, llevándole en última instancia a tener que prender fuego y hundir a su querido buque, para evitar ser encarcelado. La naturaleza diplomática de Cuarteroni hace que entable una gran amistad con el sultán de Joló, siendo igualmente muy bien recibido por los rajás y autoridades mahometanas de las otras islas. Finalmente, se entera de que las autoridades de Manila le conceden el perdón, decidiendo dar otro nuevo cambio a su vida y ordenarse sacerdote en Roma para abrir misiones católicas en esas tierras tan lejanas y que él conocía tan bien. Allí presenta su proyecto, que tenía tan bien estudiado, a la Congregación de Propaganda Fide y, tras un periodo de formación de cinco años, es ordenado sacerdote por el mismo Papa Pío IX. Un año después, con solo 39 años, es investido Prefecto Apostólico, con facultades de Obispo, en las nuevas misiones de Labuán y Noroeste de Borneo. Vemos que, al igual que en su carrera de marino, también en la religiosa destaca de forma muy rápida. ¿Pero quién mejor que él conoce todas esas islas, sus problemas y la especial idiosincrasia de todos aquellos habitantes, sultanes, jefes mahometanos y personas que malviven en aquella esclavitud? Si a ello se añade que se compromete con su propio capital a financiar esas misiones, incluyendo los gastos de los colaboradores y los desembolsos de los cautivos que pudiera liberar, está bien claro que era la única persona capaz de llevar tan grande y generoso proyecto. La elección de la isla de Labuán fue debida a las cordiales relaciones que tenía con el sultán de Brunei, así como a la presencia inglesa en aquellas islas, entre los que tenía muy buenos amigos. Tras otro largo y peligroso viaje desde Cádiz, que duró siete meses, acompañado de dos misioneros, y salvadas nuevamente las reticencias con las autoridades religiosas y civiles de Filipinas, Monseñor Cuarteroni, tras presentarse al gobernador inglés de la isla, adquiere la preceptiva autorización para ejercer su cargo eclesiástico en la isla de Labuán el 14 de abril de 1857. Su sueño, por fin, se había cumplido, sin ser consciente de todos los sufrimientos que le quedaban por padecer. Como dice textualmente la autora del libro, Alicia Castellanos: <>.
Con la autorización del sultán de Brunei y el permiso de los pangaranes, poderosos cortesanos al estilo de la época medieval, se levantaron las dos primeras iglesias, contando además con una flota mayor de barcos, comenzando así su labor evangelizadora y de liberación de esclavos, extendiéndose su fama por todos los lugares de esa parte del mar de China. A los cautivos sólo les quedaba la esperanza de ver aparecer en la lejanía las velas del «barco de la libertad», en donde venía el 'Ángel de Labuán', como era conocido por los filipinos. El misionero Cuarteroni les ofrecía la libertad, sin que tuvieran incluso que hacerse católicos, pagando todos los rescates con su propio dinero. Sus dotes diplomáticas le llevaron incluso a proponer un documento completísimo, compuesto de catorce cláusulas sobre la compra y venta de los esclavos, así como toda una serie de derechos para estos y sus familias. Dicho documento fue inicialmente muy bien acogido por el sultán de Brunei, con el visto bueno del gobernador inglés. Cuarteroni viajó a Manila, para que lo hiciera llegar a la Reina de España, Isabel II, pero no es recibido ni tramitado.
Las cosas fueron empeorando por los ataques mahometanos a las dos misiones. El Sultán y el gobernador inglés no se implicaron en protegerlas, ni tampoco el Gobierno español en Filipinas. Ya se palpaba el interés de las grandes potencias, en especial Inglaterra, en colonizar esa parte del Pacífico. Las iglesias se levantaban y a los pocos días eran destruidas. El gasto económico de todo este apostolado, pagado del bolsillo de Cuarteroni, empieza a tocar fondo y no recibe ayuda, ni siquiera contestación, ni de España ni de Roma. Hay que decir también que la muerte de su hermano Manuel, capitán de uno de sus barcos, le afecta considerablemente, muriendo también su otro hermano mayor, cura párroco en Filipinas. Ya en la última etapa de Cuarteroni en Borneo (1876-1879), se resigna a la idea de que los excautivos no van a poder vivir en paz y que las misiones pasarían a mano de los ingleses, cuyos terrenos se utilizarían para otros fines.
Su deseo final es entrevistarse con el nuevo Papa, para ponerle al corriente de todo lo que ocurría en las misiones de Borneo y Labuán, y volver a Cádiz, junto a sus hermanas y sobrinos. Uno de ellos, Nicolás Fernández Cuarteroni, médico, le tiene que enviar dinero para que pueda realizar su último viaje. El 3 de septiembre de 1879, un Cuarteroni ya muy envejecido, de 64 años de edad, realiza en un vapor su retorno a Roma, utilizando una ruta mucho más rápida a través del Canal de Suez. A los tres días le recibió el Papa León XIII y le puso al corriente durante dos horas de todo lo que había ocurrido con las misiones. En la misma ciudad de Roma enfermó muy gravemente de un ictus cerebral, llegándosele a administrar los últimos sacramentos. Tras unos meses logra una ligera mejoría, que le permite emprender su última travesía a su ciudad, Cádiz, con la ayuda económica de su sobrino Nicolás, que le costea el billete de vuelta. El 7 de marzo llega a Cádiz, presentándosele una neumonía que precipitaría su muerte el 12 de marzo de 1880, arropado por sus hermanas y sobrinos.
Y es con este artículo, resumen de mis tres podcasts, que querría rendir un sincero y merecido homenaje a uno de los personajes más valientes y generosos del siglo XIX, con el deseo de que su memoria no caiga en el olvido, al menos en su ciudad natal, Cádiz.