OPINIÓN
Esa forma de duelo
Hace poco llegué a la conclusión de que existen multitud de maneras de enfrentarse tanto a la pérdida como al éxito. Después de todo, la pérdida más absoluta viene cuando se van quienes queremos
Ahora que estoy tan cerca del inicio de algo grande, aparecen todas esas inseguridades que se van acumulando a lo largo de la vida. Uno va trasteando con lo que siente, piensa. Como si estuviera permanentemente en un bucle que se retroalimenta, de pérdida, nostalgia, ... y esperanza.
Hace poco llegué a la conclusión de que existen multitud de maneras de enfrentarse tanto a la pérdida como al éxito. Después de todo, la pérdida más absoluta viene cuando se van quienes queremos. He hecho un recorrido mental por todos esos momentos en los que me he enfrentado a la pérdida, incluso a la ajena.
Una vez escuché a alguien en una cafetería de un tanatorio decir: «se está muriendo gente que no se moría antes». No hubo después diálogo alguno, solo una larga pausa, como si realmente alguien en esa mesa hubiera realizado una reflexión seria. Fue simplemente un comentario al azar, de una persona que estaba allí sin saber qué decir; estoy seguro de que le tocó acompañar a algún familiar traumado a tomar una tila y no supo qué decir. Siempre me hace gracia cuando lo cuento, porque la frase no tiene sentido la mires por donde la mires.
Unir de alguna manera una situación cómica con lo que se puede vivir en un tanatorio es demasiado complicado como para hacerlo de manera planificada, y demasiado improbable. Por eso, siempre que he escuchado a mi tío Paco contar chistes en algún momento de un largo velorio, dentro de un tanatorio, lo he visto como una manera diferente de afrontar la vida. En general, hay que tener en cuenta que mi tío Paco es, en el sentido más recurrente de la palabra, un personaje.
Para terminar con este tema de las diferentes formas de duelo, no quería dejar de recordar un suceso vivido hace años. Cuando era niño, en mi calle vivían dos hermanos que eran inseparables. Damián era cuatro años mayor que Raúl, pero siempre estaban juntos. Todos los niños acabamos admirando a Damián, porque se le daban bien los deportes y los estudios. Pero sobre todo porque tenía una moto, y eso era como ser rico.
Damián trabajaba y ahorraba para pagarse los estudios, y sus padres estaban tremendamente orgullosos. Una vez, los hermanos nos invitaron a una barbacoa que celebraba su tío Aurelio en su chalet. Los niños nos habíamos bañado en la piscina hasta bien entrada la noche y después de la cena, en la sobremesa, le sacó los colores a Damián cuando dijo delante de todos que era un crack; «este chiquillo va a llegar donde quiera, donde quiera».
En otra ocasión le robaron la bici a Raúl. A todos nos sentó mal aquella injusticia y salimos a buscar la bici en plan redada. Nunca más supimos nada de la bici, y unos días después Damián ya le había comprado una. Ni lo había pensado.
Pero lo que más le gustaba a Raúl era la moto de Damián, porque juntos se habían escapado al infinito, los dos solos en más de una ocasión.
El verano siguiente, Damián se sacó el carné y se compró un coche de segunda mano. Consecuentemente, Raúl heredó la moto. Tardamos un poco en fiarnos de Raúl manejando aquella pequeña Yamaha. Pero había tenido el mejor maestro.
Aquel verano estaba siendo espectacular en todos los sentidos. Éramos los amos del barrio porque Raúl tenía moto. Hasta que pasó lo de Damián.
La mayoría tardamos años en llamarlo de otra manera. «Lo de Damián» traumatizó al vecindario durante años, sobre todo después de dejar una familia destrozada. Había tenido un accidente cuando regresaba de madrugada, después de haber trabajado en un bar de copas: un conductor borracho no respetó su L. Parecía que todos habíamos hecho un pacto al hablar del asunto como «lo de Damián», como si el tiempo se hubiera detenido y aquella fría soledad que nos había invadido hubiera impuesto sus propias normas.
Esa forma de duelo no le valió a Raúl para enfrentarse al sentimiento de pérdida. «Lo de Damián» nos alejó de él. Y cada día que íbamos a buscarle, mirábamos con tristeza como su moto permanecía inutilizada en la entrada. Nunca más la condujo. Eso os lo puedo asegurar.
Me he acordado de esta historia porque hace poco pasé por esa calle en la que viví de niño. Y os juro que paré el coche frente a la casa de Raúl. Me habían entrado unas ganas tremendas de confirmar que la moto no estaba allí.
También he pensado que un día lo ganamos todo y al otro lo perdemos todo también. Y consecuentemente he reflexionado sobre las diferentes formas de duelo. Cada uno tiene la suya. Y empiezo a temer que algunas no acaban nunca.