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Buena parte de la clase política ha adoptado como tradición inquebrantable el recurso al insulto, al sarcasmo, al sofisma, al enrocamiento en el dogma y en el prejuicio

Felipe Benítez Reyes

Desde los tiempos brumosos en que los humanos acordaron constituir asambleas para intentar resolver sus conflictos, el conflicto principal han sido las asambleas. Por no se sabe qué motivo, cualquier reunión humana, así se trate de una convocatoria vecinal, está condenada a convertirse no solo ... en un guirigay, sino también en una trifulca. Parece ser que llevamos la discordia en los genes, aunque no resulta del todo descartable la posibilidad de que esa naturaleza pendenciera se derive de una milenaria maldición egipcia o sumeria, como poco. Sea por lo que sea, el caso es que buena parte de la clase política ha adoptado como tradición inquebrantable el recurso al insulto, al sarcasmo, al sofisma, al enrocamiento en el dogma y en el prejuicio, a la humillación pública del adversario, a la destemplanza y, a menudo, a la idiotez orgullosa de serlo. Si alguien no dispone de esas habilidades, casi mejor que opte por la carrera eclesiástica. De vez en cuando, en algún informativo, vemos a unos parlamentarios de países más o menos exóticos liarse a tortas, en un paso más hacia el perfeccionamiento del debate o, al menos, hacia las soluciones expeditivas: lo que no pueden arreglar las palabras puede arreglarlo un bofetón.

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