OPINIÓN
Género epistolar
Ni una sola palabra hacia las víctimas, ninguna petición de perdón
Dicen que el género epistolar se está perdiendo. Sin embargo, parece que está en auge, al menos entre los políticos, un subtipo en el que las misivas dejan de tener carácter privado para dirigirse a un amplísimo número de destinatarios. Quizá se deba a que, ... manteniendo el carácter de acercamiento que tienen las cartas, lejos de la frialdad de comunicaciones, declaraciones, etc., con ellas se pueden expresar muchas más cosas, incluidos matices y sentimientos, imposibles de transmitir con los 280 caracteres de un tuit. Ejemplo de ello fueron las sentidas y emocionadas cartas del presidente Pedro Sánchez en las que, declarándose profundamente enamorado, anunciaba primero su necesidad de parar y reflexionar sobre su continuidad en el cargo y luego su decisión de continuar al frente de la Presidencia del Gobierno. Numerosos personajes conocidos o importantes han escrito, a todo lo largo de la historia, muchas cartas que, transcurrido el tiempo, se han hecho públicas, algunas de ellas realmente brillantes. Las tenemos de todo tipo. De amor, como las de Napoleón a Josefina, las de Goethe, las de Pablo Neruda o las de Pedro Salinas a Katherine Whitmore, por citar algunos ejemplos. A propósito de estas últimas no dejen de leer el ensayo sobre Salinas del Prof. Manuel Ramos.
También tenemos muchas cartas que dan buena cuenta de las costumbres de la época en la que se escribieron, como las numerosas que Madame de Sévigné escribió a su hija. O las de despedidas, caso de la carta de Stefan Sweig antes de su suicidio o la que dejó Virginia Woolf a su marido, ambas memorables. Por supuesto, históricas. Desde las que intercambiaron Marco Antonio y Octavio Augusto, pasando por las de Colon a los Reyes Católicos hasta las que se escribieron Kennedy y Kruschev. Y luego están las inclasificables. Es el caso de la carta de Iñigo Errejón para anunciar la pasada semana que dejaba la política. Tan inclasificable es la carta que hasta los psicólogos han dedicado estos últimos días un buen número de horas para analizar su contenido y al personaje.
No está claro si el que escribe es el personaje o la persona; no está claro si las actuaciones, de aquellas que califica como aciertos, fueron de la persona o del personaje; no está claro si el pensamiento de dimitir, que le ha ocupado solo durante los últimos meses, le venía por el personaje o por la persona. Lo de «subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica» merecería todo un tratado si no fuera porque se trata simplemente de echar balones fuera y culpar a la sociedad de lo que es de su exclusiva responsabilidad, su exclusiva actuación deleznable.
Ni una sola palabra hacia las víctimas, ninguna petición de perdón. Debe ser verdad eso que dice que, para cumplir con su mesiánica misión, debía liberarse de la empatía y de las necesidades de los otros; al menos, con sus víctimas, esto último lo ha hecho de diez. Se trata de una carta que es ejemplo de incoherencia, soberbia y narcisismo. Le echa la culpa a la política del desgaste de su estructura afectiva y emocional y, como quien no quiere la cosa, sugiere que eso le pasa a todos los que se dedican a la vida pública. No; a todos no. A él, al que tenían que haber echado hace mucho tiempo.