OPINIÓN
La vivienda
Lo de la vulnerabilidad está bien pensado pero muy mal legislado
No hay duda de que es la primera de las preocupaciones en nuestro país. Los españoles de derecho somos algo más de 46 millones y, además, entre nosotros, conviven otros 9 millones de inmigrantes, más o menos, lo que da como resultado una preocupante suma ... de necesidades para este preciado bien.
La vivienda no es sólo la situación habitacional donde vivir sino, además, uno de los más fiables hábitos de ahorro de los españoles que han estado invirtiendo siempre en la misma esperando obtener unas rentas tan lícitas como las de los bonos del Estado, que igual dedica sus esfuerzos a la propaganda como a exportar armas de guerra a terceros países.
Ese equilibrio entre necesidades y satisfacciones está quebrado hace tiempo ya por un sinfín de razones, unas de antiguo y otras desde la ley socialista de 1994, aunque especialmente y de manera exponencial, en estos seis últimos años, por la proyección intranquilizadora de las izquierdas que tantas veces son más dadas a parchear que a construir.
A las ya inveteradas cuestiones de arrendamientos antiguos o nuevos les han caído encima dos fenómenos cuanto menos inquietantes, la ocupación y la vulnerabilidad, de manera que, junto al particular ritmo del proceso judicial y a la creciente falta de confianza es esas inversiones domésticas, ahora se ha unido a estos dos fenómenos sociales de fácil implantación legal pero de tormentosa realidad, otro malévolo vástago derivado de todo ello que ha venido en llamarse la «inquiokupación» desbordándose incontrolado tan aciago panorama.
Lo de la vulnerabilidad está bien pensado pero muy mal legislado. Una sociedad bien armada debe ocuparse de los más débiles y necesitados, pero está mal que cargue esa preocupación sobre los hombros de unos particulares a quienes se les obliga no sólo a dejar de cobrar rentas, sino a seguir pagando hipoteca, agua, gas o electricidad. Ayudar a levantarse al débil o al menos favorecido es lo oportuno, pero en nuestras democracias contributivas que se apoyan para el ejercicio de su administración en los impuestos que se recaudan de todos los ciudadanos, debería ser el Estado el que asumiera el pago de esas circunstancias según sus programas y predicamentos, todo dentro de la legalidad, y no echar esa otra carga sobre los propietarios, la mayor parte de las veces de endebles economías.
Sobrevuela toda esta cuestión el éxodo rural a las ciudades que ha introducido otra singular coordenada originando otra transformación en la sociedad, la España vaciada y, en su consecuencia, la acelerada aportación de nueva población a las urbes. Y, como remate, la falta de suelo, el proceloso camino para conseguir la obligada licencia municipal, la lucha por la necesaria financiación, la carencia de trabajadores especializados en el sector, la subida de precios de los materiales o la dependencia de terceros países donde obtenerlos.
Al otro lado, aprovechando la marea, se han instalado cuasi enloquecidos algunos propietarios que, revueltos en esa tempestad, están haciendo de sus propiedades un bulo convirtiendo garajes o locales en viviendas o llamando viviendas a verdaderos zulos de muy escasa superficie. O la decidida apuesta de muchos arrendadores por los pisos turísticos.
Aún recuerdo yo, cuando alquilé casa por primera vez, el pago de la tasa por «la cédula de habitabilidad «, que inducía a creer que lo que se alquilaba reunía las mínimas condiciones para considerarse vivienda y que por eso podías contratar la luz, el agua o el gas. Cosas de ayer.
El problema de la vivienda es un problema de Estado, pero este gobierno, que vive sobre débiles mimbres, en vez de buscar el apoyo de las mayorías, lo buscó entre sus alianzas de minorías, singularmente con ERC y Bildu. Eso es lo que hay y lo que tenemos.
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