Migajas y migas
En esta sociedad de constante cambio, totalmente predeterminado, toca ahora sufrir lo de la reprobación social y, a cualquier hora, la televisión o la radio nos inundan y nos ahogan con ella
Los años dan para muchas cosas, la mayor parte de ellas buenas y, muchas, hasta bastante buenas, aunque a veces en nuestro interior se pueda alojar algo reprobable en cualquier grado porque no todos los humanos conseguimos ser buenos.
En esta sociedad de constante cambio, totalmente predeterminado, toca ahora sufrir lo de la reprobación social y, a cualquier hora, la televisión o la radio nos inundan y nos ahogan con ella. O ese agobiante averno en el que tantas veces se convierten las redes con sus 'fake news' que, simplemente, lo que llevan es mucha mala leche.
Cuando los de mi generación éramos unos chavales, la Autoridad Portuaria del Puerto de la Bahía de Cádiz se llamaba Junta de Obras del Puerto, (para nosotros sólo la Junta, porque, obviamente, no existía aún la de Andalucía), y los gaditanos, visitantes o militares, teníamos el puerto como otro lugar de solaz y esparcimiento. Se saludaba a los carabineros y se echaba a andar por aquellos muelles junto al mismo cantil donde muchos, sentados, como cantara Otis Redding, echaban la caña o un simple aparejo de anzuelo y plomada por ver si algo picaba.
Como entretenimiento pacífico de aquellos tiempos, recuerdo echar pan duro a las lisas, despreciadas aquí como «mojoneras», y mirar cómo, desde la penumbra de las aguas de la dársena, subían raudas y veloces a la superficie peleándose por esas migajas de pan.
Cosa parecida, pero de manera más delicada porque allí íbamos más de niños que de niñatos, pasaba con los patos de la cascada del parque, que había que ver cómo se tiraban por aquellos mendrugos. Como si no hubiera un mañana.
De vuelta al título de hoy, como según Schengen ya no puedo llevar el pan duro a las lisas, ni mis nietos en verano parece que tengan muchas ganas para llevárselo a los patos ni a la granja escuela, estos días de levante y calor, fui desmenuzando el pan que se iba quedando en casa de un día para otro, lo rocié con agua removiéndolo y remojándolo de vez en cuando para que, pasadas unas horas y dorando unos dientes de ajo fileteados en un poco de ese aceite de oliva ahora tan caro, saltearlo después durante un buen rato y lograr unas fantásticas migas que mi señora y yo nos tomamos con su par de huevos fritos y sus pimientos fritos de la huerta de Conil.
Pero esas son otras cosas. Les traigo lo de la reprobación social por el estentóreo clima político en el que vivimos, unos por las frustraciones y otros por las ambiciones; aquéllas de difícil comprensión y éstas de harto entendimiento, que lo de hacerse con el poder en esta España nuestra está llegando a limites insospechables en el reparto con tal de llevarse a su costal, en nuestro detrimento y por encima de lo que aspiramos los españoles con nuestros votos, la mayor parte de migajas del pastel.
Estos días que están yendo desde la formación de ayuntamientos y autonomías a la del Congreso, me han traído al recuerdo aquellas imágenes de la avidez por coger el migajón, cosa natural en patos y lisas, pero qué desilusión para los que aún creemos en la política como arte para buscar el bienestar de la Nación y de sus individuos. Estamos en las segundas y definitivas elecciones en las que únicamente participan ya los jefes de la política, nosotros no. Es la hora de repartirse puestos y prebendas a la que sus señorías se dedican como obsesos por lograr el pacto soñado, pacto que, en su propio nombre, ya admite sin pudor alguno que es postelectoral, no preelectoral: la antepenúltima solución de ver cómo queda lo suyo, esas migajas que no van a dejar que se las lleven otros.
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