opinión

La impaciencia

«En las sesiones dominicales del cine del colegio tenía buen cuidado de no sentarme cerca de Peña, que era una carraca»

Recuerdo que cuando en 1990 grabábamos en los platós de K2000 la serie 'Juntos y revueltos', un día apareció uno de los auxiliares, un tío enorme y muy simpático de cuyo nombre no me acuerdo, con los dedos de la victoria de la mano derecha ... aparatosamente vendados. Le pregunté qué le había pasado. Me respondió que se había quemado los dedos por impaciente. Volvió a casa por la noche bien cocido tras tomar una riada de vinos con los amigotes. Le entró de repente mucha hambre y acuciante, así que puso una sartén al fuego, con abundante aceite, para hacerse unos huevos fritos (conociéndolo no serían dos). Como tenía tanta gazuza, quería comerse los huevos ya y estaba pedo, metió los dedos en la sartén para comprobar si el aceite ya estaba caliente; y desde luego lo estaba. No le pregunté si se comió los huevos antes de ir a que le curaran las quemaduras.

Es mala la impaciencia, sobre todo para uno mismo, y un defecto no tan menor. Lo sé porque soy un impaciente hasta el grado de la neurosis. Puedo hacer una pequeña cola (no me pondría en una grande salvo para supervivencia de los míos por un reparto esencial de racionamiento), por ejemplo en la frutería, y largarme, harto de la breve espera si alguien pide muchas cosas, justo antes de que me toque ser atendido.

La impaciencia también puede ser molesta para terceros. En las sesiones dominicales del cine del colegio tenía buen cuidado de no sentarme cerca de Peña, que era una carraca. Durante la película era poseído por una especie de impaciente frenesí y daba mucho la tabarra a diestro y siniestro. «¿Y ahora qué pasa? ¿Se van a salvar? ¡Se tienen que salvar! ¡Por favor que se salven! ¿Sabes cómo acaba? ¡Pero dime!». Demandaba sin parar a los de al lado o quizá a la propia pantalla.

Por supuesto, no soporto la impuntualidad, y llego a las citas algo antes de la hora. He metido la pata mandando o respondiendo correos antes del mínimo tiempo que aconseja la sensatez. La impaciencia me ha perjudicado en la vida profesional, en la sentimental y hasta en la contemplativa, porque enseguida me canso y cambio de lugar. Cuando estoy con un vino a medias, ya estoy pensando en qué bar tomo el siguiente (aunque eso igual no es solo por impaciencia). En las compras por Internet, como no sean de procedimiento muy rápido, abandono. Cuando leo un cuento en un libro, por muy absorto que me mantenga, paso de repente las páginas para ver cuántas quedan para el final. Y por cierto, para leer esta ligera chorradilla de columna han tardado más tiempo del necesario.

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