El Gran Hermano

Si no lo remediamos, si no nos despertamos, es que ya estamos asistiendo a ese ocaso de las libertades que nos lleva y nos conduce a un incierto destino de un pueblo laxo tendente a abandonar su propia regeneración

Los más ilustrados conocieron un Gran Hermano del que hablaba Orwell. Los demás, en esa televisión que su presentador estrella definió como la cadena de rojos y otras cosas. Y aquí refrendado en lo de las candidaturas al Ayuntamiento. La cosa es que estamos todos ... vigilados. En las cámaras de las calles, de los comercios, de la sanidad, de las casapuertas; con tanto GPS, en los ordenadores, en las tarjetas bancarias, por radares, por impuestos, por los móviles, en las llamadas de los comerciales...

Hemos ido cediendo porque pensábamos, pobres inocentes, que esos datos iban a ser objeto de cautela y precaución. ¡Y una mierda, se los lleva cualquier jáquer! Cedimos porque veíamos muy cómodo cosas como que se nos recordase cuándo vencía el carné de conducir, pero empezamos a ir borrando la memoria.

¿Cuántos números de teléfono sabe de memoria? Quizás recuerde aún el fijo de la casa de sus padres y hasta el de la casa de los padres de quien hoy es su pareja. ¿Sabe de verdad los de sus hijos o amigos sin mirar la agenda?

El confinamiento fue el remate, nos aisló del exterior. Hasta los diputados se encerraron abandonando su deber de asistir a las Cortes. No lo olvido, nos dejaron en manos del Gran Hermano. Fueron semanas esperando cada día a aquel señor de chaleco y revueltas canas grises que, con su peculiar timbre, un día nos decía una cosa y al otro la distinta mientras, desde balcones y ventanas, a cantar o a aplaudir todos a la misma hora, en los mismos días y en los mismos pueblos.

Pero el gobierno iba cociendo en su gran puchero el cambio que siempre anheló. Sin oposición ni prensa que pudiera preguntar libremente, con unos legisladores agradecidos y compinchados en un opaco revoltijo de derechas nacionalistas que no quieren a España y de revueltas izquierdas que tampoco la quieren. Hasta estas últimas votaciones multicolor de presupuestos, sedición, sí es sí o Guardia Civil, todo bien juntito y en un día. Y la oposición entrando al trapo.

Con el confinamiento, un pueblo adormecido en su molicie fue olvidando que la Libertad tiene un precio, que no la pueden administrar otros, sino ejercerla uno a uno en el respeto y, en cuanto preciso sea, en unión de los unos con los otros, pero sin dejársela atrapar por ninguna red tupida de administraciones y costosos administradores.

Si no lo remediamos, si no nos despertamos, es que ya estamos asistiendo a ese ocaso de las libertades que nos lleva y nos conduce a un incierto destino de un pueblo laxo tendente a abandonar su propia regeneración. Un pueblo que prefiere tener mascotas a hijos. O gastarse sus posibles en destinos exóticos antes que comprometerse con esfuerzo y decisión. O que, para no cuidar hasta los últimos extremos, se ha dado esa eutanasia porque sufrir, padecer, enfermar o envejecer, no casa bien con la estética del materialista usuario en el que se ha convertido el antaño español orgulloso de su individualidad y persona generosa. Más usuario, pero menos ciudadano.

Lo trágico es que la llave del cajón la tenga gente como esa ministra que manda a los jueces que se pongan a estudiar. O la otra que quiere resucitar un No-Do insinuando a la prensa que tienen que dedicar espacios diariamente al gobierno «para que informe». Como aquellas «ruedas de prensa» del confinamiento, vamos, como otro «aló, presidente».

Quienes quieran mi voto tendrán que convencerme de que el mío es el mío y no uno más para meterlo en su cajón. Que el Estado somos suma de individuos y no suma de políticos, porque sobran políticos y faltan servicios. Individuos justos y benéficos que busquen leyes justas y sabias para lograr la felicidad de la Nación, no un Estado Gran Hermano vigilándonos y cebándose con el Erario para sus complacencias ideológicas y partidistas.

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