OPINIÓN

La escuadra y el cartabón

Y la que lamentablemente se ha armado, otro apocalipsis con todos sus jinetes trayendo dolor, guerra, hambre y muerte

Enrique García-Agulló

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Son ya cuatro las semanas pasadas desde aquel fatídico 7 de octubre en el que Hamás irrumpió en Israel con su mensaje de sangre y terror. Al conocer las primeras noticias que nos fueron llegando recuerdo haberle comentado a mi mujer, la que se va a armar. Y la que lamentablemente se ha armado, otro apocalipsis con todos sus jinetes trayendo dolor, guerra, hambre y muerte.

Tras esas horribles galopadas subyace un conflicto de fronteras y de pueblos en el que dos partes dicen tener razón, al menos, desde que la comunidad internacional hizo el enjuague de tratar de contentar a unos y otros, cosa que, obviamente, no consiguió. Aquella resolución de la ONU, en cuyo seno aún no estaba España, liquidó la cuestión a la manera en la que los pueblos colonizadores habían estado obrando con sus antiguas colonias.

Cuando estuve en la Confederación del Guadalquivir asimilé mucho más de lo que yo creía tener por sabido sobre las conveniencias de las fronteras naturales, o sea, las singularidades de las circunstancias geográficas, y en ese caso, las cuencas de los ríos como natural ubicación de pueblos y naciones. En desafortunada contraposición, los mapas que los vencedores de los grandes conflictos internacionales diseñaron para la nueva geografía política del planeta, no tuvieron en cuenta para nada los inveterados asentamientos de sus pobladores, sino más bien la frialdad administrativa de la escuadra y el cartabón.

Si miran los mapas de los nuevos países, incluso de los propios Estados americanos nacidos durante la conquista del Oeste, cada Estado, cada nueva nación, tiene delimitadas sus fronteras en una oprobiosa rectitud que asusta. Todas ellas rectilíneas, conformando perversos polígonos, como repartiéndose las tierras por parcelas.

Y los pueblos no viven unos a un lado de esas rayas y otros al otro. Durante siglos han vivido permeabilizándose en territorios más naturales donde formar familias, cuidar sus zonas de caza o cultivo y aprovechar caminos y cauces de comunicación ajenos a cualquier trazo recto de línea. Anduvieron por los senderos más cómodos, cruzaron las sierras por los puertos más fáciles o surcaron las aguas de los ríos más mansos.

Pero en 1947, franceses al Norte o británicos al Este, como ya habían hecho antes cuando se repartieron África, diseñaron con escuadra y cartabón un mapa con las nuevas fronteras donde a ellos les convino sobre lo que hasta entonces habían sido suelo común de pueblos y caravanas. Y, ojo, que, a menor escala, también contribuimos nosotros, pues sólo hay que asomarse a cualquier atlas y ver la verticalidad u horizontalidad cuasi perfecta de las fronteras de lo que fuera el Sahara español o la Guinea Ecuatorial.

Por aquella parte del Creciente Fértil, al parecer, fue por donde transitaron quienes vinieron desde el Sur para poblar nuestro continente. Y mucho más adelante, pastizales y huertos de cananeos, amorreos o judíos durante siglos. Hasta la diáspora. Pero es que después, desde que el anterior milenio comenzara, ya se convirtió en una vorágine de litigios y situaciones bélicas entre las que se incluyó hasta un reino cristiano y que dio que, hoy, Su Majestad Don Felipe, pueda seguir ostentando entre sus títulos el de Rey de Jerusalén, aunque sea a modo «non praejudicando».

Durante los primeros años de la Transición, a la izquierda se le llenaba la boca con lo de la España de las tres culturas, tres culturas que, por cierto, tampoco acabaron bien. Hoy, por otro reparto malentendido también de sus tierras y de sus influencias, en ese hondón del Mediterráneo se ha abierto otra vez más un duro conflicto entre esas culturas que, en este atávico enfrentamiento, ha vuelto a volcar dolor y ruina que están siendo pagados por quienes menos culpa tienen.

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