Cita previa

Ya ni siquiera te encuentras con un funcionario público que te lo diga, sino con el vigilante de seguridad privada que está en la puerta que es quien te corta el acceso

Las citas previas en la Administración son, en este siglo XXI de los avances informáticos, los «vuelva usted mañana» que ya describiera Larra en el XIX. Si antes la coraza era una ventanilla pública a la que costaba esfuerzo llegar, hoy la cita previa es ... lo natural y ya, en muchos sitios, ni siquiera te encuentras con un funcionario público que te lo diga, sino con el vigilante de seguridad privada que está en la puerta, que es quien te corta el acceso a lo que antaño fueran dependencias de atención al ciudadano.

De esta guisa, aprovechando que el Covid-19 pasaba por aquí, los políticos, que no quieren líos con los funcionarios, cobrando todos ellos del erario público, han aprovechado para enrocar la Administración en una suerte de ciudadela infranqueable defendida por celosos guardianes de la seguridad privada. «Parvenus» queriendo ser como señores separados de una plebe que les pueda contagiar.

En una España que ha multiplicado tan exponencialmente el número de empleados públicos de los que había en tiempos del escritor madrileño, hoy pagamos centenares de miles de ellos con sus ordenadores y programas informáticos donde están encerradas nuestras vidas administrativas y con los que el trabajo tendría que ser infinitamente más rápido e inmediato. Pero no parece que sea así, porque nadie te atiende al día, todo se reduce a un «vuelva usted con su cita previa».

Ellos, refugiados tras sus frescas paredes en verano o bien caldeadas en invierno, aunque el megavatio nos toque pagarlo a todos. Fuera, el ciudadano que paga tributos para pagar esos costes, (que también los pagan los funcionarios, claro, pero unos para unos y otros para ellos), esperando que le llegue el turno de la cita previa para que, encima, cuando la obtenga, le puedan decir que no es allí donde tenía que haber ido para intentar arreglar alguna cuita del Estado o que el Estado debería haber arreglado antes.

Gran parte de los españoles no tiene dinero para ese aire acondicionado con fresco en verano y calor en invierno, pero se lo tiene que pagar a quienes deberían trabajar para ayudarles a resolver las cuestiones de índole pública y no para aumentar el nivel de malestar social, porque los empleados públicos deberían estar trabajando para, al menos, hacernos la vida más fácil a todos para sentirnos compensados del coste de nuestros tributos, «do ut des».

Nos han vuelto a hacer otra vez Estado. Muy pocos años hemos podido sentirnos Nación, pero entre las pandemias y Sánchez lo están consiguiendo. Aquí quien vive es el Estado, no la reunión de individuos que componíamos la Nación.

Ya casi ni se nos calibra como individuos, a lo más, como usuarios del sistema y, aunque entre nosotros seamos más o menos iguales, no lo somos para el Estado que guarda la llave de la cita previa y nos recuerda cuánto dependemos de él. Otra vez más. Como antes.

Tenemos lograda la gracia del voto cada cuatro años, sí, pero, una vez cerradas las urnas, este Estado vuelve a crecer, a gastar y a costar, que ahí tenemos como espada de Damocles, para ahora y para las próximas generaciones, el tremendo saldo negativo de la deuda pública que crece y que crece sin fin y que algún día alguien tendrá que pagar.

Aun así, cuando por fin se logra entrar en la fortaleza y se anuncia en voz alta nuestro nombre o aparece en la pantalla nuestro número, siempre suele ser más tarde de la cita que se nos dio porque el tiempo para este Estado no tiene aprecio pues goza del beneficio del olvido entre esos cuatro años.

Eso sí, por fortuna quedan valiosísimos empleados públicos dispuestos por vocación a hacer la vida mejor a sus conciudadanos, pero el Estado también los guarda entre sus muros y, ya se sabe, que cuando el Estado crece, al final, unos son más y otros son menos.

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