OPINIÓN
Una tarde de septiembre
Nuestro poder quedó en evidencia un día cualquiera, y entendimos que somos una sociedad vulnerable
Recuerdo que aquella tarde de septiembre de 2001 me encontraba jugando un partido de tenis. Solíamos ser habituales de las canchas durante julio y agosto, y siempre aprovechábamos las dos primeras semanas de septiembre para dar los últimos golpes del verano.
Un muchacho, no recuerdo ... quién, apareció entre las canchas diciendo que un avión se había estrellado contra las Torres Gemelas. Creo que, en ese momento, no éramos plenamente conscientes de lo que simbolizaban esas torres, ni de lo que significaba el terrorismo islámico. Pero, claro, pronto lo supimos, y estoy seguro de que más de uno de nuestra generación ha tenido algún susto en algún aeropuerto europeo.
No conservo muchos detalles de lo que ocurrió después. No recuerdo exactamente cómo vi las noticias: el especial de la tarde, las noticias de la noche, mientras merendaba o cenaba. Pero algo se me quedó grabado para el resto de mi vida, algo que aún recuerdo más de veinte años después: aquellas personas que se lanzaban por las ventanas. La duda que provocaban esas imágenes captadas en directo, la desesperación de quienes renunciaban a morir quemados y elegían lanzarse al vacío. Las imágenes del avión estrellándose una y otra vez, con un Matías Prats visiblemente conmocionado, haciendo su trabajo de la mejor manera posible.
Más de dos décadas después, los de mi generación, nacidos a partir de los años 80, hemos tenido que enfrentarnos, nos guste o no, al impacto de ese día. Con o sin teorías conspirativas, marcó un antes y un después para Occidente. No somos los mejores, ni los más poderosos, ni los más ricos. Nuestro poder quedó en evidencia un día cualquiera, y entendimos que somos una sociedad vulnerable. No aprendimos nada de aquello, y años más tarde, con la llegada de la pandemia, volvimos a mostrar nuestras miserias.
Insisto en la idea de que hemos tenido que reeducarnos en esa vulnerabilidad. Unos años después del atentado, algunos comenzábamos nuestras carreras profesionales, emprendíamos negocios. Y entonces llegó la crisis financiera, una de las más grandes de nuestra era. Y, en el fondo, creo que no aprendimos nada, al menos aquellos que dependemos de otros, de esa generación anterior que aún se cree invencible.
Estoy un poco cansado de escuchar que hemos criado a una juventud que lo tiene todo, que no sabe lo que es el esfuerzo o el sacrificio, que desconoce lo que significa la renuncia. A veces no puedo evitar mirar con cierto desdén a quienes dicen eso, quienes desprecian lo que simboliza mi generación y la que viene detrás.
Seamos sinceros: ¿tenemos algo aparte de una sensación constante de colapso? Los que nacieron a mediados de los noventa han vivido en una crisis continua, no conocen una época de verdadera bonanza.
Después de todo, entiendo el endeudamiento infinito al que nos han sometido los mandatarios europeos tras la pandemia. Entiendo esta deuda basada en el consumo, en salir, en gastar, como si el mundo fuera a acabarse. Al menos han contribuido a retrasar el derrumbe de esta hegemonía. Algo más de veinte años después, comprendo que todo empezó con un fatídico 11 de septiembre.