OPINIÓN
La nueva aristocracia
La clase política, la casta, o lo que sea que tengamos hoy –cada vez más difusa, por cierto–, ha sido siempre manipuladora y mentirosa
Estoy seguro de que, al repasar este año, encontraré en mis artículos distintas perspectivas sobre el tema que hoy me trae aquí: la política de nuestro país. Una política que parece haber quedado enquistada, como un tumor imposible de extirpar.
Hace tiempo se hablaba de ... la «clase política». Un término que englobaba a todo el conjunto de personas que rodean a los políticos. Se decía: «La clase política que nos gobierna hace esto o aquello». Lo interesante de que un concepto gire en torno a una sociedad es que, en cualquier momento, puede surgir alguien o un grupo para rebautizarlo. Así surgió el término «casta política», que no es más que la misma clase política, pero dicha de forma despectiva.
Curiosamente, también rebautizamos a los jóvenes, que antaño simplemente llamábamos «la juventud». Ahora les decimos «millennials», y en su momento, «ninis». Eran los jóvenes de los que necesitábamos que trabajaran para sostener las pensiones, y que, según decían, no les importaba en absoluto. Hoy en día, esa misma juventud es mirada con condescendencia. Pero no se dejen engañar: los jóvenes siempre han sido jóvenes, en cualquier época de la historia. Son inexpertos, no han adquirido aún sabiduría ni pragmatismo. Y así debe ser.
Por su parte, la clase política, la casta, o lo que sea que tengamos hoy –cada vez más difusa, por cierto–, ha sido siempre manipuladora y mentirosa. Quizá la verdadera pregunta debería ser: ¿en qué momento cambian? O, mejor dicho: ¿alguna vez esos políticos que ahora forman parte de la casta fueron diferentes?
Creo que no. Creo que «Dios los cría y ellos se juntan». Y aquellos que nos mantienen distraídos, sumidos en el desánimo, descreídos, polarizados contra nuestros vecinos, buscan que odiemos a la clase política, a los jóvenes, a los niños por ser niños. Que odiemos al vecino, a nuestra pareja. Divide y vencerás.
Cada vez nos une menos como comunidad. Dejamos más espacio para que la clase política nos diga qué debe gustarnos, cómo y cuándo. Nos dictan lo que debemos hacer como «buenos ciudadanos», es decir, como súbditos. No están ahí para salvar a nadie ni para mejorar la sociedad. No lo hacen, no se dejen engañar.
Y no es que yo haya perdido toda esperanza en la política, que nadie me malinterprete. Pero votar parece servir para poco más que para esperar el próximo colapso. Huele a deuda, a derrumbe colectivo, pero no importa, porque la campaña sigue. Y cuando todo caiga, como ha sucedido antes, la clase política tendrá en sus manos ese plan B que los salvará del fuego.
Me queda, sin embargo, el consuelo de lo cotidiano, de los pequeños gestos en una comunidad. De esa gente que se presta cosas, que ayuda sin esperar nada a cambio, que participa en alguna pequeña red de voluntarios, por muy modesta que sea. Me consuela saber que hay personas que donan sin que nadie lo vea, sin necesidad de publicarlo en Facebook. Me aferro a la política real, la que nos lleva a organizarnos entre tres o cuatro para vivir mejor. Y eso está a años luz de lo que votamos.
Así lo siento.
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