Opinión
Nomadland
Cientos de personas, atrapadas en empleos estacionales, sucumben ante el abismo del exorbitante precio de los alquileres. La única salida que les queda es refugiarse en furgonetas
Aprovecho el final de la época festiva, ese lapso efímero en el que el amor y la bondad parecen gobernar nuestras vidas, para reflexionar sobre algo que me ha dejado profundamente desconcertado: el asunto de las caravanas en Palma de Mallorca.
No se trata de ... un fenómeno aislado. Ya en Estados Unidos, miles de personas se vieron arrastradas por las circunstancias a una existencia nómada, desplazándose sin cesar de un lugar a otro en furgonetas o caravanas. Este drama humano quedó plasmado con maestría en la película Nomadland, protagonizada por una soberbia Frances McDormand, quien encarna a una mujer que, tras perderlo todo, termina adaptándose a la precariedad de vivir en una furgoneta. Su vida está marcada por trabajos temporales, lejos de cualquier red de apoyo o seguridad social, mientras transita por un «mundo nómada» que empuja incluso a familias enteras a deambular de norte a sur, aceptando empleos fugaces que apenas les permiten subsistir.
En Palma de Mallorca, nuestra propia versión de Nomadland se desarrolla con una crudeza similar, despojada del romanticismo que Hollywood pudo haber dejado entrever. Cientos de personas, atrapadas en empleos estacionales ligados al turismo, sucumben ante el abismo del exorbitante precio de los alquileres. La única salida que les queda es refugiarse en furgonetas, vehículos que distan mucho de las idílicas camperizaciones que pueblan Instagram. Muchos han huido de sus hogares con lo puesto, bajo la amenaza del embargo, en busca de un respiro entre las estrechas paredes de una caravana.
La «solución» propuesta para esta crisis resulta tan irónica como desoladora: multas de 1.500 euros para quienes adopten este modo de vida. Una idea brillante, sin duda, si ignoramos por completo las motivaciones de estos ciudadanos despojados de casi todo, excepto de su dignidad.
No debe ser ni cómodo ni deseable vivir en apenas doce metros cuadrados. Estas historias, fruto de malas decisiones o, quizá, de una mala suerte implacable, comparten un trasfondo común. Si uno indaga un poco, descubre que muchos de estos nuevos nómadas son jubilados con pensiones no contributivas: una cifra ridícula de 500 euros frente a alquileres que superan los 900.
Me pregunto cuánto tardaremos en aceptar esta situación como una nueva «normalidad». Los fantasmas de dos problemas endémicos de nuestro país —la insuficiencia de las pensiones y el acceso imposible a una vivienda digna— ya se entrelazan en esta realidad que creíamos lejana. Y entonces, el pensamiento me corroe: ¿podría ser que, en un futuro no tan distante, esta versión de Nomadland se extienda en la bahía de Cádiz? Mallorca, pionera de la turistificación desmesurada que hemos replicado en tantos pueblos costeros, quizás sea solo el principio de un destino que tarde o temprano podría alcanzarnos a todos.
Pienso en los que hoy nos aferramos a nuestras rutinas cómodas, con nuestras compras en Amazon y el consumo low cost. ¿Qué sucederá si, un día, también nos miramos en el reflejo de quienes lo han perdido todo? ¿Podremos reconocer en sus rostros la sombra de nuestro propio futuro?
Puede que sea un pesimista, pero no puedo evitar identificarme con la expresión de esos hombres y mujeres despojados, traicionados por un sistema que les prometió prosperidad y progreso. ¿Qué más podrían esperar de una sociedad que presume de solidaridad mientras ignora a los suyos?
Desgraciados, abandonados a su suerte. Queridos amigos, España no va como una moto, por mucho que prefiramos mirar hacia otro lado.