OPINIÓN
De cuando la lectura sí ganó a Netflix
Pensar que la lectura debe «competir» con Netflix es un error lamentable. Como si disfrutar de una serie fuera comparable a experimentar la alquimia que ocurre cuando nos sumergimos en un buen libro
Hasta hace poco, no había reparado en que las presentaciones de libros pueden ser mucho más enriquecedoras de lo que solemos imaginar, especialmente cuando contamos con un público analítico y reflexivo. Sin embargo, en la mayoría de estos eventos, predomina un ritmo frenético: nos preocupamos ... más por cuadrar fechas, encontrar un lugar adecuado o coordinar con los acompañantes ideales. Todo sucede tan rápido que apenas nos queda tiempo para disfrutar del momento y extraer el verdadero valor de un acto dedicado a los libros, a los escritores y a los lectores.
Una presentación de libros debería ser algo excepcional, un espacio donde cada minuto sea aprovechado al máximo. A menudo surgen debates, reflexiones o incluso reivindicaciones políticas. Y eso está bien. Es lógico esperar cierto nivel de pensamiento crítico de un público lector. Después de todo, incluso quienes leen poco, pero con constancia ejercitan esa faceta del ser humano que tanto incomoda a los poderosos: la capacidad de cuestionar.
En una de estas presentaciones, fui testigo de un interesante debate. Un miembro del público, visiblemente alterado, planteó el tema de la competencia entre plataformas como Netflix y la lectura como formas de entretenimiento. Este espontáneo hablaba con pasión sobre cómo los nuevos sistemas nos premian con estímulos diseñados para satisfacer nuestra necesidad de dopamina y, en ese proceso, manipulan nuestras decisiones. Según él, la batalla parecía perdida: vivimos en un sistema que explota nuestras necesidades fisiológicas para mantenernos continuamente en busca de gratificación inmediata.
Lo que más me preocupa de esta reflexión no es la manipulación externa, sino cómo muchos en el mundo del libro entran en ese juego. Me refiero a los aspirantes a bestsellers y a las editoriales que, con frecuencia, sacrifican la esencia de la literatura al priorizar objetivos puramente materialistas. Cuando ponemos un interés comercial por encima de todo lo demás, convertimos los libros en un mal negocio para el espíritu.
En momentos como estos, me acuerdo de tardes enteras que he compartido con viejos amigos, grandes lectores, conversando sobre libros entre varias tazas de café. Hablábamos de lo que autores como Joseph Conrad, J.D. Salinger o Franz Kafka nos dejaron en el alma. De lo que significaron escritores patrios como Pío Baroja o Camilo José Cela. Esos diálogos no giraban en torno a la narrativa como un simple vehículo para combatir el aburrimiento, sino como una forma de conectarnos con algo más profundo.
Pensar que la lectura debe «competir» con Netflix es un error lamentable. Como si disfrutar de una serie fuera comparable a experimentar la alquimia que ocurre cuando nos sumergimos en un buen libro. Los libros no solo buscan aliviar el aburrimiento o proporcionar placer inmediato; requieren de una sensibilidad distinta, de una conexión que trasciende la gratificación superficial. Una historia bien contada, una palabra cuidadosamente escogida, puede calar en lo más profundo de nuestra esencia.
En nuestra amnesia colectiva, olvidamos el verdadero poder de los libros: no necesitan enchufes ni conexión a internet para salvarnos. Son un refugio inalterable, capaz de sostenernos incluso cuando todo parece derrumbarse. Los datos están ahí para quien quiera verlos: antes de la pandemia, la industria editorial enfrentaba caídas constantes. Pero durante ese año excepcional, hastiados de tanta pantalla y del falso alivio de la dopamina, muchos volvieron a refugiarse en la literatura, la poesía, la palabra escrita.
Por eso, no importa cuántos estímulos nos ofrezca el mundo digital; siempre habrá quienes encuentren en los libros algo que trascienda la fugacidad. Y eso, por mucho que insistan los entusiastas de la gratificación inmediata, es una realidad innegable.