Opinión
La cultura del campo
La realidad del campo siempre ha sido dura. Pero ahora es dramática. La mayoría de los agricultores sufren impotentes ante las subidas de impuestos, de requisitos, de obstáculos burocráticos
Hace unos años, después de la debacle económica que supuso la gran recesión, mucha gente de la ciudad se mudó al campo. El urbanita moderno cargaba con sus iPhone y sus Mac. Su ideario ecológico urbanita tuvo que convivir con la tradición del campo. Algunas ... poblaciones mayores, que veían peligrar su demografía, recibían con los brazos abiertos a estos jóvenes emprendedores rurales.
Se montaron paradores, hoteles autosuficientes, en una nueva economía rural y ecológica que recibía fondos europeos para el desarrollo, todo muy turístico y moderno. Para comprobar el éxito de estas campañas, unos diez años después, estaría bien sondear cuánta de esta gente se ha tenido que marchar del campo, amargada y frustrada por no tener ni idea de cómo se vive en entornos rurales de verdad, donde se pone a prueba la verdadera capacidad de resiliencia, no la que divulga nuestro amigo del Falcon, sino la de las novelas de Miguel Delibes. En estas, la dureza del campo talla hasta la mismísima personalidad de aquel que tiene que madrugar para coger la azada o dar de comer a las vacas.
En estos días, otro tipo de emprendedores, los de verdad, se manifiestan con sus tractores, cortándoles el paso a todos aquellos que no comprendan lo que nos jugamos. Aquellos burócratas que firman leyes asfixiantes para el campo se darían también de bruces con la realidad si tuvieran que sembrar algo que no fueran precisamente deudas. Nos acordaremos de ellos y de los agricultores cuando nos suban otro diez por ciento el precio de la cesta de la compra. Nos acordaremos de ellos cuando tengamos que vaciar la cartera comprando todos aquellos alimentos para llevarnos a la boca.
Ahora nos dicen que los que se manifiestan son de extrema derecha, y nos dirán que hay que hacer un esfuerzo. Que la culpa es de la inflación o de la crisis, de Putin. Mientras tanto, muchos habrán decidido dejar de sufrir, escalando hacia un horizonte mucho más tranquilo, acariciando la jubilación. Habrán pegado los últimos coletazos a sus cultivos, habrán vendido sus animales, y habrán decidido que no merece la pena seguir sufriendo, luchando contra un sistema que penaliza a la gente de bien, a los trabajadores del campo.
Habrán ganado los de siempre, los paletos de la ciudad. Los que no entienden en qué consiste en verdad trabajar de sol a sol, depender de la autoridad más suprema y justa, la que impone la naturaleza y su dominio.
La realidad del campo siempre ha sido dura. Pero ahora es dramática. La mayoría de los agricultores sufren impotentes ante las subidas de impuestos, de requisitos, de obstáculos burocráticos. Miran con desesperación cómo el mercado tiende a importar productos llenos de pesticidas, de países que no tienen ni la mitad de los obstáculos que ellos. Hay algo que los nuevos políticos no entienden, que se les escapa porque hasta ahora han vivido en sus cómodos y pacíficos sillones alejados de la plebe, y es que no hay nada que encienda más a un pueblo descontento que la obligación de mirar con impotencia un espectáculo de impunidad y desigualdad decadente como este.
Al final, todo se reduce a lo mismo. Hoy son los agricultores y mañana será otro sector, otro cualquiera: taxistas, panaderos, autónomos en su mayoría. Y cada vez nos sentiremos más impotentes y más en sintonía con sus injusticias. Al menos debería ser así, si es que queda algo de dignidad en nuestros estómagos adormecidos.
Lo sé, cualquier que lea dos o tres columnas mías creerá que soy un tipo que va contra todos. Y lo siento, para mí no es así, porque realmente pienso que al final son los mismos de siempre: los de abajo contra los de arriba. Cualquier colectivo de autónomos que haya sentido cómo le tumban de rodillas, jugando con el pan de sus hijos, me tendrá de su lado.
Ya está bien, esto se está convirtiendo en algo personal.
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