OPINIÓN
Mi amigo el Elfo
Espero que entienda que me vi forzado a tapar la parquedad de mi alma de adulto para entrar en su juego
Desde hace unas semanas, me he sumergido en un juego: una costumbre importada que consiste en permitir la entrada en casa de un enigmático elfo que, cada día al amanecer, nos regala una trastada nueva.
Ustedes creerán que hablo de elfos como si existieran. En ... realidad, este nuevo habitante es un muñeco que hemos regalado a mi hija Marta. El juego consiste en meter magia en casa, poco a poco, durante los veinte días previos a la Navidad. Obviamente, las trastadas las hacemos nosotros mientras las niñas duermen. En realidad, el elfo soy yo. Es mi nuevo alter ego.
Con el primer café, cada mañana a las siete, invento una nueva trastada antes de que mi hija de cinco años despierte. Los críos sospechan cada vez más, hacen preguntas y se levantan más temprano. Y el jueguecito se vuelve un reto constante.
El elfo, Fito, ha generado una peculiar relación entre nosotros. Mi hija le ha tomado cariño, y yo, aunque me avergüence admitirlo, también. Durante los momentos previos a las fiestas, crear esta magia ha sido un escape de la rutina y una forma de respetar la inocencia y fantasía de los niños.
La realidad también es que, durante este mes, estoy viviendo una especie de neurosis, en la que, cada día que pasa, palpo más esa extraña sensación de que todo va a petar en algún momento y todos y cada uno de nosotros nos vamos a ir a tomar por culo, pero esta vez de verdad. Y, sin embargo, mantengo el deber y la dignidad de crear esa magia que visibiliza la inocencia de nuestros niños. Porque, al final, somos responsables, todos, de ellos. Por muy adultos que nos creamos, debemos respetarlos de esa manera: con sus códigos, sus fantasías, su juego.
Durante las últimas semanas, me he visto con el café en la mano a primerísima hora, sentado junto a Fito, mientras intento pensar en alguna trastada nueva que no sea repetitiva: extender papel higiénico, desordenar cosas, hacer como que abre una puerta, montarlo en el descapotable de las Barbies. Y en muchas de estas extrañas ocasiones íntimas, me he visto observando su lacónica expresión, sus ojos inmóviles y su ridículo gorro. Y he sentido como si lograra meter esa parquedad dentro de mí.
Siempre me han gustado las personas tan duales. Fito, en el fondo, es siniestro y divertido. Y supongo que, al final, es una representación de lo que mi hija verá en mí cuando crezca. Espero que entienda que me vi forzado a tapar la parquedad de mi alma de adulto para entrar en su juego. Aunque supongo que ella no lo valorará hasta que tenga hijos.
Fito se ha ido hasta el año que viene (lo guardaremos en una caja). El último día, que fue ayer, me despedí de Fito a mi manera. Mi hija lloró desconsolada y yo, justo por la mañana, antes de preparar la última monótona trastada, me volví a sentar junto a él. Y les juro que esta vez su mirada fue diferente. Lo vi en su rostro, como si me dijera: «El año que viene nos volveremos a encontrar, amigo».
Entonces lo entendí. Comprendí que el año que viene volveré a quejarme del día a día de adulto, como siempre, porque nada mejora. Pero saldré de eso durante los amaneceres, cuando Fito me vuelva a dar la mano para que lo acompañe a disfrutar de esa suerte de volver a ser niño junto a mis hijas.