Sevilla, las cinco y nunca de la tarde
Tal vez no quisiera que le pasara como aquel año, cuando el primer tratamiento, en lugar de irse a cubrir la Feria de Sevilla, se tuvo que quedar en San Sebastián y hacía las crónicas desde casa por la tele
Se van a cumplir 25 años desde que mi padre partió de viaje a Sevilla a morirse en la Maestranza. «Me voy a la Feria, Juanjo», le dijo a su médico y este le respondió: «Bajo tu responsabilidad, Paco». «Te espero allí, doctor –le dijo ... como si no pasara nada, como si ni se estuvieran despidiendo–; yo te voy comprando el traje de corto». Me contaba mamá, o es que me lo he imaginado yo, lo contento que iba cruzando la estación de Santa Justa a su llegada a la ciudad con bastón y parche en el ojo, frágil pero heroico, triunfante y esplendoroso en sus últimas fuerzas, instalado en la consciencia terrible y mágica de las cosas que se hacen por última vez sabiendo que es la última vez.
Tal vez no quisiera que le pasara como aquel año, cuando el primer tratamiento, en lugar de irse a cubrir la Feria de Sevilla, se tuvo que quedar en San Sebastián y hacía las crónicas desde casa por la tele. Al día siguiente, en las reseñas del periódico, venía escrito que Ponce había matado de una estocada caída, dos descabellos «y dos anuncios, uno de perfumes y otro de detergente». En uno de sus textos narraba cómo en el cuarto de estar de la casa del Boulevard, de pronto había olido a azahar y a calentitos y a manojito de romero, que es como olía Sevilla en primavera y que, toreando Curro con el capote, saliendo desde el burladero y ganándole pasos al toro hasta la boca de riego, el niño se había quejado a su aita de que se había estropeado el vídeo «porque era imposible torear tan despacio».
Ese niño era yo, asomado al descubrimiento de la dimensión absoluta del currismo, esa creencia que hace grande el mundo en sus dimensiones limitadas, concretas y naturales. Me refiero a esa noción del cosmos en la que las cosas a veces salen bien y otras, mal, y están siempre sujetas a la grandeza bellísima de nuestras limitaciones, de nuestra finitud, de nuestra condición orgullosamente mortal. Yo como muchos quiero a Curro como quise a mi padre, porque está conectado con él, con el milagro de la vida, la tragedia de la muerte y los grandes secretos que se transmiten de un padre a un hijo.
Por eso, cuando veo a Curro, lo estoy viendo a él y, si Curro está mayor, me imagino cómo sería mi padre en esa vejez que no llegó a alcanzar. Porque me voy asomando a aquel abismo de la esquela de los 48 años que a mí, si te digo la verdad, se me van a hacer tan raros. Ahora que ya va uno teniendo cosas por las que preocuparse y unos hijos a los que contarles la verdad del toro y el torero, que es la verdad de la vida.
Si echo las cuentas, me acerco al tiempo en que a mi padre ya andaba rondándole el de las patas negras. El tiempo siempre termina por echarnos mano, por eso torear es vivir y es desplegar el capote, y cargar la suerte y abrir el compás y jugar las manos a distinta velocidad sobre la desgracia linda y a la vez terrible de saber que esto se acaba. La muerte nos ha hecho eternos, pues ha dado vida a los dioses, a los toreros y a los abuelos que no conocieron a sus nietos, ni leyeron una sola de estas líneas escritas con un siete en el corazón ancho, grande y profundo como la puerta de toriles.
El tiempo, ese asesino que al pasar ya me triangula las femorales, finalmente apretó a mi padre contra las tablas la salida de los toros y le echó mano en la voltereta de un infarto cerebral. Le llegó el tabaco a las cinco y nunca de la tarde, con la crónica a medio escribir en la mesita de la habitación del Hotel Plaza de Armas, quebrada ya la prisa por enviar al periódico, casi con los ecos del tiro de mulillas arrastrando el último toro, casi con el fogonazo rosa y naranja del último cielo de la Maestranza prendido en las retinas, la muerte abriéndose paso entre el sosiego de un aire pausado con trazas de un azahar ya extinto, un olor sutil tan distinto al tufo atosigante de las coronas que mandaron al tanatorio unos días después.
Mi padre cayó en esa Sevilla de prefería que va «del llanto al cante» como escribió él mismo, con los vencejos raseándole los compases de su última y descabellada batalla, tan gloriosamente perdida que quizás estaba ganándose.
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