Hoja roja

Cádiz, una ciudad de libro

Porque de todas las máscaras con la que hemos disfrazado nuestras desdichas y nuestras fortunas, ha sido la literatura la que nunca nos ha abandonado

Yolanda Vallejo

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Hemos sido muchas cosas a lo largo de los siglos, tantas que, al mirarnos en el espejo, nos cuesta reconocer quiénes somos, debajo de todos esos disfraces con los que hemos ido sobreviviendo a la historia. Fuimos fenicios, y hasta el griego Estrabón iba por ... ahí escribiendo que en Cádiz cualquier niño –incluso los de teta, dice– era capaz de contar con orgullo el mítico origen de la ciudad. Fuimos romanos, como dicen las piedras en el Coliseo donde está escrito el nombre de los gaditanos. Fuimos visigodos, musulmanes y tan cristianos, que el mismo rey Sabio dejó escrito que quería reposar eternamente donde los atardeceres juntan el cielo y el mar y se hacen uno solo, eternamente. Fuimos la ambición de los piratas más temidos que se llevaron todo lo que habíamos escrito como botín de guerra, igual que raptaron a aquella niña gaditana de 'La española inglesa' que escribió Cervantes. Fuimos la inspiración primera de los poetas del siglo de Oro para los que La Caleta ya era, sin que ellos lo supieran, esa diosa del mar porque tenía el embrujo sobrenatural que hechizó a Lope de Vega. Fuimos la puerta del español hacia lo que dieron en llamar el Nuevo Mundo aquellos que se llevaron nuestras palabras y nos trajeron otras nuevas, con sabor antillano, para escribirlas, para leerlas. Fuimos comerciantes ingleses, franceses, italianos. Fuimos ilustrados de la calle, de las mismas calles por las que se pasearon Goya y Sebastián Martínez y por las que suspiraron Edmondo D'Amicis– «Cádiz parece una isla de plata» –y Alejandro Dumas –al que le gustaron más las noches de amor y serenata que otra cosa, todo hay que decirlo y Julio Verne, que supo apreciar que los gaditanos «tocan las castañuelas hasta en la boca de un cañón», y Andersen –bueno, a este es que había que nombrarlo– y Katharine Lee Bates, que también viajaron ellas para contarlo, y Emmeline Stuart Wortley, a la que tanto impresionó que en Cádiz las vírgenes se llamaran como las niñas, y Mrs.

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