Volando voy
En estos tiempos, ya lo saben, se paga por todo, incluso por elegir asiento
Hubo un tiempo en el que la gente se vestía para viajar en avión. Era aquella época en la que González-Ruano llamaba aeródromo a Barajas y nuestra entonces compañía de bandera acuñó uno de los mejores 'claims' de la historia de la publicidad, aquel ... que decía: «Donde solo el avión recibe más atenciones que usted».
Subir a un avión no requería trámites de seguridad, todo era rápido y, sobre todo, fácil. Antes de despegar te ofrecían el periódico de tu elección y al poco de comenzar el vuelo un zumo de naranja. Si te coincidía la hora de comer te servían unos sándwiches y el lugar que te asignaban permitía acomodar con absoluta dignidad las piernas y estirar los brazos para pasar las páginas del diario.
Un día, un avispado irlandés propietario de aerolínea descubrió la formula 'low cost' basada en el sencillo principio de que una compañía sólo gana dinero con sus aviones en el aire. A partir de ahí, las rotaciones (el tiempo que transcurre entre el aterrizaje y el despegue de un aparato) se acortaron hasta el límite y se prescindió de todas las atenciones que se ofrecían al cliente. Aquellas pausas de cuatro horas para limpiar el interior de las aeronaves y dejarlas primorosamente adecentadas pasó a la historia. Ya no hubo más periódicos, ni zumos, ni bocadillos, ni nada de nada. En paralelo se reconfiguró el interior de los aviones acercando las filas hasta desafiar la impenetrabilidad de los cuerpos, y se sometió a los pasajeros a un trato más cercano al de la estabulación del ganado que a lo que antes se ofrecía como norma general de la aviación.
En paralelo, los viajeros descubrieron que lo de vestirse de forma especial para acceder a un aparato ya no era necesario y proliferaron los turistas en camiseta, bañador y chanclas, un atuendo con el que llegaban al aeropuerto como si se tratara de una playa del Caribe. El 'glamour' de la aviación desapareció y en el colmo del despropósito hubo quien llegó a pensar en la forma de trasladar a la gente de pie, sujeta con cinturones a unas barras, como forma de rentabilizar aún más la ocupación de los aviones. Ahora, se añoran lógicamente aquellos buenos tiempos de la aviación comercial y desespera la falta de espacio de los maleteros invadidos por equipajes enormes e inmanejables que el personal no factura como medida de ahorro. Los precios han subido por el coste de los carburantes y una sensación de rebaño se ha apoderado de los usuarios de un sector cuyo fulgor está cada vez más lejano.
En estos tiempos, ya lo saben, se paga por todo, incluso por elegir asiento. Por este motivo aquellos que no lo hacen ven como sus acompañantes se esparcen por el avión, de manera que la madre va sentada en la fila 7 junto a un señor de Albacete, el padre en la 24, junto a un viajante de comercio italiano, y los hijos a muchos metros de distancia en medio de una multiculturalidad que da gusto verla. Lo del reagrupamiento familiar parece no operar en el sector de las aerolíneas. Una pena.
Así las cosas, con la puntualidad convertida en un bien escaso y la dignidad arrumbada, junto al cinturón, los ordenadores y los líquidos, en la cinta de los rayos X del control de seguridad, sólo cabe desear que el trámite de volar pase lo antes posible sin que nos aceche un ataque de claustrofobia, estabulados, como nos llevan, en un espacio imposible que impide literalmente moverse. ¡Buen vuelo!