La orilla

Allí plantado se sentaba a contemplar, como único testigo de cargo la cadencia pautada de esas olas que alentaban su espíritu

Antonio Ares

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La hora solía variar, no siempre era la misma, dependía de la estación del año. Pero el ritual era siempre similar. Daba igual que hiciera frío o calor. Ni las nubes ni las tormentas, ni el abrasador sol del levante estival impedían que, con paso firme, se acercara a su playa favorita, a esa de su infancia. Aquella pequeña y de arena fina que conservaba en forma de conchas sus recuerdos más ocultos, aquella con la que soñaba cuando viajaba fuera, esa que estaba tan arraigada en su semblante que le daba una identidad singular. Su piel, sus sueños y sus anhelos se habían nutrido de su salitre. Allí plantado se sentaba a contemplar, como único testigo de cargo la cadencia pautada de esas olas que alentaban su espíritu. La orilla era su lugar favorito. Allí se sentía un ser único en el Universo.

La orilla, a diferencia del horizonte tiene la condición de límite, es esa línea que sirve para diferenciar el aquí del allí. Si una tiene esa característica de la seguridad que te da pisar tierra firme, el otro significa incertidumbre, nos habla de lo lejano, de lo incierto y de la pertenencia a la lontananza. Si el horizonte siempre se ha relacionado con el futuro por alcanzar, la orilla es de colores cercanos. Alguien dijo alguna vez que la relajación para el alma que produce observar en silencio las olas de mar, con su cadencia acompasada, sólo es comparable con la mirada fija de las llamas tormentosas de una hoguera candente. Si la orilla es luz, el horizonte es caída. Si la orilla es clara, el horizonte es difuso. Si la orilla es dueña de ese oleaje terco y sereno, el horizonte está en manos de la bruma.

En unos días se conmemorará el centenario de la muerte del insigne pintor valenciano Joaquín Sorolla. Contemporáneo de la triste Generación del 98, puede decirse que fue su reportero retratista. Sus pinceles dieron vida eterna a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán y hasta Blasco Ibáñez. Su maestría se configuraba en forma de olas, su fuerza estética estaba en el color y su destreza en iluminar las orillas con blanca espuma.

Pero la orilla también puede ser traicionera y devolverte tus vergüenzas como sociedad que mira a otro lado con el drama de la migración. Te arrastra los proyectos de vidas que nunca llegaran a ser en forma de cadáveres sin nombre de aquellos que ansiaban una vida mejor.

Este año las orillas de las playas, las riberas de pantanos, los cauces de ríos y los bordes de las piscinas se han convertido en lugares donde el ocio y el disfrute han pasado a ser parajes luctuosos. En apenas dos meses han sido más de cien personas las que han fallecido en nuestro país a causa de ahogamientos. De seguir así las cifras podrían superar a las víctimas por accidentes de tráfico. La belleza de la orilla tiene su lado oscuro ¡Por favor, sean prudentes! Y disfruten de la brisa….

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