TRIBUNA
50 años o medio siglo
Y ahí nos veis, a unos doscientos alumnos y alumnas, procedentes de lugares dispersos de nuestra geografía. Nunca antes había habido un desembarco estudiantil de tal magnitud
Aquel fue un año extraño. Empezaba el curso universitario de 1973-74. Mientras Pink Floyd publicaba su mítico álbum «The dark side of de moon», los alumnos y las alumnas que pretendían empezar la universidad en nuestro país se encontraban con la sorpresa de unas ... vacaciones eternas. Con un Bob Dylan inspirando, con su «Knocking on heaven´s door», los deseos por estrenar de una generación, pasamos algunos ese verano interminable. En las pantallas de nuestros cines triunfaban «El golpe» de Paul Newman y Robert Redford y «Papillón» de Steve McQueen y Dustin Hoffman. Mario Vargas Llosa publicaba «Pantaleón y las visitadoras» y Michel Ende arrasaba en las librerías con «Momo». En nuestras listas de Superventas triunfaban Mocedades con su tema eurovisivo «Eres tú» y en las radios de todo el país escuchábamos el «América, América» de Nino Bravo.
Los estertores de la Dictadura condenaban a 30 años de cárcel a 5 estudiantes universitarios de Madrid por unas simples revueltas. La cúpula de CC OO era encarcelada al completo. El imperialismo de Estados Unidos retiraba sus tropas de Vietnam, y para desgracia del pueblo chileno el golpista Pinochet atacaba la Casa de la Moneda derrocando a Salvador Allende, con la complicidad y el apoyo Nixon y Kissinger.
Y ahí nos veis, a unos doscientos alumnos y alumnas, procedentes de lugares dispersos de nuestra geografía. Nunca antes había habido un desembarco estudiantil de tal magnitud. Con ilusión y ansias por estrenar subimos las escaleras que separaban el mundo terrenal de la Plaza de Fragela de la tarima universitaria de la recién inaugurada Facultad de Medicina. No ha habido nunca un curso más corto ni más intenso. Nunca unas amistades se pudieron fraguar en un tiempo más récord. Lo que se vislumbraba como algo inalcanzable se convirtió en rutinario. Pasamos de los entarimados de los institutos del Régimen, donde el profesor tenía su altura y poderío y nos adentramos en un Aula Magna donde la cátedra se dictaba desde abajo. Clases y apuntes, prácticas y faltas, café y tabaco, bocadillos y papeletas, disgustos y listados, alegrías y notas, flirteos y fiestas a escondidas, noches de insomnio y madrugones.
Éramos la promoción de los crédulos, la de los que por primera vez procedían de clases sociales con poca tradición médica familiar. La generación que empezaba a vislumbrar cambios serios que mitigarían las perpetuas desigualdades sociales. Nos atrevimos a compatibilizar estudios con inquietudes políticas, apuntes mecanografiados en ciclostil con grupos de teatro que ensayaban obras de procedencia transgresora, tardes de vinos y cervezas en La Parra de la Boma con ensayos de la Tuna, tapas nocturnas en el Carru con tanguillos a medio hacer del Coro de «Los Aspirinos».
Asistimos a la muerte del Dictador, y vimos como el destape se iba haciendo hueco en cines y quioscos de prensa. Tuvimos la suerte de estrenar votaciones democráticas y libres, y dimos el beneplácito a una Carta Magna que aún nos sirve de norma de convivencia.
Y en medio de ese frenesí, un día de junio del 79, como el que no quiere la cosa, te ves con la última papeleta aprobada. Ya sólo queda empezar a ejercer la profesión de tus desvelos. Como decía uno de nuestros profesores más recordados: «Ya estábamos en disposición de saber leer algo de medicina».
A partir de ahí, los caminos se dispersaron. Cada cual eligió su destino con la vocación por bandera. Las convocatorias MIR y sus posibilidades de elección hicieron el resto. Unos volvieron a su tierra, otros nos quedamos aquí, y la mayoría optó por elegir especialidad y el mejor lugar donde realizarla. Y así se sembró la geografía española de buenos profesionales que nunca renegaron de cómo en nuestra Facultad adquirieron los fundamentos de la profesión más bonita del mundo. De anestesista en Huelva a psiquiatra en el País Vasco, de médico de familia en Galicia a especialista en digestivo en Córdoba, de intensivista en Madrid a odontólogo en Sevilla, de geriatra en Cádiz a inmunólogo en Castilla la Mancha, de traumatólogo en Málaga a cirujano maxilofacial en Aragón,, de internista en Almería a cirujano general en Murcia, de oftalmólogo en Castilla León a pediatra en Jaén, de neumólogo en Granada a reumatólogo en Ceuta, de cardiólogo en Asturias a neurólogo en Navarra , de médico del trabajo en Cádiz a microbiólogo en el País Valenciano, de ginecólogo en Melilla a radiólogo en las Isla Baleares, de urólogo en Sevilla a cirujano vascular en Cataluña, de oncólogo en Cantabria a rehabilitador en La Rioja, de patólogo en Extremadura a otorrino en Cádiz.
No me cabe la menor duda de que todas y todos han colaborado en la medida de sus posibilidades y desde su trabajo cotidiano en conseguir que en estos 50 años nuestro Sistema Sanitario, público y privado, haya conseguido cotas impensables. Que hayamos colaborado a mejorar no sólo la esperanza de vida de la población, sino también su calidad. Un orgullo de haber curado a veces, de haber cuidado a menudo y de haber consolado siempre.
La iniciativa y el buen hacer de un grupo de los que se quedaron, alentados por unos choqueros, que dicen llamarse «onugaditas», ha hecho posible que nos volvamos a ver cincuenta años después. Todas y todos en perfecto estado de revista, añorando a los que se fueron y echando de menos a los que no pudieron venir.
Si la Teoría de la Relatividad de Einstein dice «que el tiempo está en relación con la velocidad con la que se desplazan dos observadores», los que pudimos disfrutar del reencuentro comprimimos 50 años en unas pocas horas de disfrute.
¡No volveremos a ver pronto!