Señor, suélteme el brazo
No sé a ti, pero a mí cuando no me apetece hacer algo el cuerpo se me rebela con una contundencia inusitada
Por alguna extraña razón al volver de vacaciones el dedo anular se me ha puesto como una morcilla. En algún momento me debí dar un golpe o yo qué sé. La cosa es que estoy aporreando el teclado con nueve dedos y una protuberancia. Le ... veo cierto sentido porque, no sé a ti, pero a mí cuando no me apetece hacer algo el cuerpo se me rebela con una contundencia inusitada. Así que entiendo que en mi fuero interno no me apetece mucho esto de volver al tajo. Y el dedo, que más que el anular, bien podría ser el corazón, me están haciendo una suerte de corte de mangas pa' que me entere.
En estas iba pensando yo estos días sobre cómo el cuerpo nos comunica cosas y la mitad del tiempo ni nos damos cuenta. Cuando no deberíamos pensar más, nos duele la cabeza. Cuando ya solo comemos por gula, el estómago te aprieta el cinturón. Y así con cada órgano. Estos, encima, tienen memoria, y te las hacen pagar ya sea a corto, medio o largo plazo. Siempre me imagino al cuerpo, así como ente, preparándome una especie de lo que es el Juicio Final para los cristianos.
En el día del Apocalipsis, que para mí será el día en que esté próximo a palmarla, lo pienso ahí, etéreo, pero contándome los cigarros, las noches de insomnio (las buenas y las malas, las de farra y las de ansiedad) siempre con cara de usurero. Un «te las iba a cobrar tarde o temprano, mamonazo» que en el fondo me recuerda que somos muy poquita cosa. Un cuerpo. Vivo. Pero ya está. Así que, aquí estamos, yo escribiendo a duras penas con mi dedo morcillón y, espero que, como tú, a pesar de las señales del cuerpo, pensando en septiembre y los zapatos nuevos del nuevo curso y los proyectos nuevos del nuevo curso porque en septiembre es todo nuevo de nuevo.
Y joder, es bonito. El caso es que nos ilusionamos con una chispa, una idea, una pizca de esperanza. La gente va al gimnasio, se apunta a la piscina, compra el primer número de la colección de Planeta D'Agostini, se apunta a clases de inglés, de zumba, de twerk. Nos sentimos omnipotentes. Capaces. Infranqueables en la voluntad. Y, oye, eso a mí también me tranquiliza.
Me he pasado el verano en terrazas, ya fuera de bares o de casas, quejándome con mis amigos de lo jodida que está la cosa. Todo el día quemado, literal y metafóricamente. Lo que no hacía el sol, lo hacía este malestar latente que provoca que alguien llegue a la mesa y se presente con un «me cago en tó» y ya luego, si eso, un «buenas tardes».
Y aquí va el meollo de la cuestión. Vale, está todo yéndose a la mierda. Hay guerra, todo está carísimo, aquí no hay quien pille un alquiler barato por algo más que una caja de cerillas por los pelos habitable por el ser humano, a lo mejor no tenemos luz en invierno, no llueve ni a tiros y el mundo tal y como lo conocemos, no se sabe con certeza de qué manera, pero tiene toda la pinta que a lo mejor se está acabando. Vale. Estamos de acuerdo.
Pero tiene que haber un punto medio entre ser un negacionista recalcitrante, ya sea de la realidad económica o medioambiental, y tener la cara de pena impuesta por decreto.
Enciendo la tele, abro las redes y siento un ambiente absolutamente irrespirable. El pánico vende, claro. Es de primero de política. Pero también inmoviliza. Hace todo tan complejo, tan irrebatible, que las cosas ya no merecen la pena. Y yo ya estoy cansado de pensar un mundo donde nada vale para nada. Donde emocionarse con algo, aunque sea una mijilla, parezca un sinsentido.
Así que, dicho esto, y levantando esta vez sí el dedo corazón al frente, he decidido y te propongo que septiembre siga siendo septiembre. Ilusionarnos con cositas de poca envergadura, asumibles, sí, pero defendiendo siempre el derecho a ser feliz.
Y, de paso, darle de vez en cuando una alegría al cuerpo para que, cuando me llegue la hora, en ese Juicio Final, me perdone algún que otro cigarro. Porque, es cierto, la cosa está perdida por goleada, pero yo quiero el diploma. Lo importante es participar.