OPINIÓN
La renuncia
Comprender al otro y el porqué de las cosas, solo indica la renuncia al pensamiento. Ese es el verdadero peligro
Es a veces complejo evadirse de cierto ruido para pensar un poco a solas. Vivo en un país, cualquiera ha podido esta semana darse cuenta, en el que es más sencillo encontrar a alguien preocupado por ideas ajenas que por su circunstancia propia. Hay quien ... desde un remoto pueblecito en Cuenca está terriblemente concernido por la futura ley de amnistía al mismo tiempo que no le tiembla el pulso en tachar de vagos a jóvenes en paro o que se quejan de una vida precaria. Uno podría pensar que una cosa está relacionada con la otra, que vivimos en un país desigual y que, depende de dónde nazcas, te irá mejor o peor. Yo creo que es así. Es más, es muy posible que, si cruzamos ambas ideas, las exigencias independentistas y la existencia, por otra parte, de otra España marginada y sin futuro, nos salga un diagnóstico claro, al menos en el plano mediático: Hay zonas en este país que no le importan a nadie y otras que parecen el ombligo del mundo.
Queda, sin embargo, claro, también, que el tipo del que te hablo, ese hombre del remoto pueblecito que en verdad podría ubicarse en tantas otras provincias, no le importa, en términos generales, al menos por lo que yo he podido conocer, esa desigualdad concreta. Lo sé porque es fácil, en todo caso, discernir una crítica o un enfado producto de la racionalidad de otro poseído y resultante de la exaltación del odio o la bajeza.
Verás, comenzaba hablándote del ruido y la dificultad de pensar y hace tiempo que no solo tiene que ver con él. Más allá de titulares, de tertulianos incendiarios, de manipulaciones y fake news, cuesta pensar en un país que, en esencia, no quiere pensar. Esto no es una crítica, es una descripción. Hay quien está legítimamente cansado después de una década decepcionante en términos políticos. En mi generación, los puedo contar a decenas, hay quien se volvió cínico después de ver como los movimientos sociales quedaron en nada y acabaron absorbidos, muchas veces, por intereses meramente personales. Entre ellos, además, hay quien hace un tiempo podía debatir estas cosas porque era joven y tenía ilusión y tiempo y ahora, ni una cosa, ni la otra. No contamos, a menudo, a quien directamente no pudo ni puede tener la cabeza en estos temas porque sus temas eran y son otros, desde llegar a fin de mes a cuestiones familiares de las que nadie escapa. Preguntar a esa gente si están preocupados por la amnistía me parece un ejercicio de ficción y de surrealismo como pocos, la verdad. Y lo peor es que, ya solo por una cuestión simbólica e identitaria, que es a lo que el ser humano tiende a aferrarse en la incertidumbre, son muchos los que acaban diciendo que sí, que en la unidad de España les va la vida, a pesar de que esta esté lejos de estar en duda.
Estoy cada vez más convencido que la raíz del problema, del ruido y de la escala en la tensión y la violencia dialéctica o incluso física, es que, de aquellos polvos que te contaba, de aquel caldo de cultivo, de aquel fracaso del pensar y su materialización en la vida real, se abrió hace unos años una grieta y estos lodos. Para el fascismo, que es un buitre y nació como buitre de situaciones históricas como esta y al que sí, hay que llamarlo por su nombre y sin dudarlo. Pero también para que otros que no lo son comenzaran años atrás a guardar un celo cada vez más creciente, irracional y antipolítico hacia instituciones y partidos. Y que, en el tedio, prefieran la épica a la realidad cotidiana mucho menos excitante. Llegados a este punto, no me sorprende que un pijo madrileño quiera jugar a «putodefender» España como he visto en algún vídeo, la verdad. Tampoco que neonazis que, por suerte, están vetados ya en casi todos los campos de fútbol, cambien los aledaños de un estadio por la calle de la sede del PSOE. Sí que me sorprende, sin embargo, que gente a la que respeto y que, legítimamente, pueda estar en contra de un pacto o una medida de calado como la amnistía, se atreva a decir que «hemos entrado en una dictadura». Que se está «humillando al estado». O que incluso compre la idea de «una posible guerra civil» a raíz de esto, como si decir esas palabras en este país no significara nada. Acepto la existencia de charlatanes y políticos con diarrea discursiva. Porque sé que son pocos y eso me tranquiliza. Pero que en los demás se instale la ausencia de matices, de memoria, de conocimiento de nuestra propia historia política llena de contradicciones en pos de un diálogo que permita, precisamente, y, sin necesidad de estar de acuerdo, comprender al otro y el porqué de las cosas, solo indica la renuncia al pensamiento. Ese es el verdadero peligro.