opinión
Pequeño teatro
«Y lo realmente difícil es diferenciar el escenario de la vida, no establecer su relación»
«En el fondo, el artista debe estar siempre en el fondo, porque solo desde el fondo se puede gritar para ser oídos». La frase la dijo Tadeusz Kantor, un director de escena polaco que me fascinó cuando yo tenía poco menos de 20 años. ... El fondo. Un percal. A cualquier muchacho de mi edad le hubiera estallado el cerebro igual que a mí entonces, supongo que porque a esa edad no sé sabe muy bien de qué va eso de «el fondo». Porque hay muchas formas de «tocar fondo» y, valga la redundancia, en el fondo, dependiendo de cómo uno esté y la perspectiva con la que lo mire, los pisos hacia el infierno se cuentan en tablas de Excel o con los dedos de una mano.
El teatro tiene que ver precisamente con eso. Con la mirada. Con coger distancia. La que hay con el escenario. Muchas veces me gusta mirar el mundo así. Como si no estuviera sucediendo. Como si hubiéramos hecho ese pacto ficcional en el que simplemente nos vamos a creer la vaina y así las cosas importan un poco menos y se fantasea un poco más.
El caso es que la vida se parece mucho al teatro y por eso el experimento me funciona. Cuando estaba en la universidad recuerdo que era uno de esos debates que siempre caía con las cervezas. El teatro o la vida. Cruzar la vida con el arte. Atravesar el arte con la vida. Tardé tiempo en darme cuenta de que la discusión no tenía mucho sentido.
La mayoría de las cosas a las que nos entregamos, queramos o no, tienen como sustento ese mismo pacto de verdad. Y lo realmente difícil es diferenciar el escenario de la vida, no establecer su relación. Como si diésemos para tanto. Y sí, fuera de las paredes del teatro, la muerte o el amor, esas dos bestias indomables, se diría que existen de verdad. Una verdad que se funda en que se palpan en uno y se ausentan o presentan con una fiereza que avasalla. Pero, yo te diría que, sin duda, te pillan siempre, en las tablas o en el barro, con idéntica sorpresa. Y nada nos prepara para ellas. Fíjate que, ni siquiera en eso, el beso inesperado o la cama de un hospital se distinguen tanto, sea en un lugar o en otro.
«Tampoco hay que ponerse frívolo», me dirás con razón. Y mucha. Pero supongo que ha llegado un momento en que todo aquello que me hace daño me lo hace desde cualquier lado. Desde la ficción y desde la realidad. Piensa que ahora que me estás leyendo, algo te estarás imaginando en mí. Una sonrisa, una mueca, un tono de voz. Y si alguien te dice que te amo o que me he muerto, por mucho que no sea cierto, vaya cosa. Algo te afecta.
Lo que te vengo a decir es que estoy convencido de que esto de vivir, del buen vivir, del vivir amable y bello, que es lo único a lo que deberíamos de aspirar, pienso yo, pasa necesariamente por entender que uno es actor o actriz en el mundo. Y que llegada la hora, también uno, sin guion ni nada, en una performance absoluta, ha de elegir las palabras y ha de confeccionar la composición de su personaje. Porque si no, uno siente que no vive y, ya ves, elegir quiénes somos o queremos ser es probablemente la única libertad que nos queda y permanece pase lo que pase.
De un tiempo a esta parte, los actores que más me enamoran, mi espejo, son los personajes secundarios. Incluso los muy secundarios. Los extras. Supongo que porque me parezco más a ellos. Normalmente peor pagados, sin muchas líneas por decir, pero, a veces, y sin que nadie se de cuenta, con gestos brillantes en la precariedad de su papel. Lo que se diría salir de fondo, no en el fondo. Vamos, sin épica alguna. Ahí, mientras los protagonistas hablan, puede que esté yo detrás riéndome con un amigo.
Abrazándolo. A lo mejor, encontrándome con otro y saludándolo después de mucho tiempo. O consolándolo, que con teatro o sin él, en estos tiempos lo que más nos hace falta es eso, consuelo. No, yo no quiero estar en el fondo. Aunque, así como capricho, me gustaría, al menos, elegir el escenario.
Un lugar pequeño, puede que un salón de puerta entreabierta, desordenado, con música, la que más me guste. La gente fumando, en charla. O, también me vale, si preferimos exterior, no sé, una amplia alameda donde una noche tenue nos ampara.
Hace buen tiempo. La calma. El caso es que da igual. Mi único objetivo, después de mucho pensarlo, es buscar ese lugar donde siga ocurriendo el milagro. Donde pueda yo encontrarme contigo. Ese sitio donde, como también dijo el propio Kantor, «a lo mejor nos entendemos».