OPINIÓN
El paseo
Querer a alguien es muy parecido a estar dispuesto. Y estar dispuesto, desde luego, es algo muy parecido a no saber muy bien hacia dónde va uno cuando camina
Entre mis cosas favoritas de todas las inútiles que el ser humano hace sin remedio está la de pasear. No caminar, ni trasportarse mediante los pies de forma acelerada hacia los lugares a los que se debe ir, sino pasear. Para mí el paseo es ... quizás todavía uno de esos reductos del vivir donde la vida no pesa, porque de alguna manera es solo a través de los buenos paseos cuando la importancia de las cosas se desvanece. Para un muchacho como yo, al que la ansiedad le ha perseguido entre las cuatro paredes tantas veces y así parece que continuará sucediendo, el paso de pies, de corrido sin pausa y sin intención hacia ningún sitio, es lo único que le calma y así seguirá siendo.
A lo mejor a ti también te pasa: Coger el chaquetón, ponerse los zapatos, salir a la calle. Pasear es de las pocas cosas que todavía no cuestan un duro y eso también se agradece. En mi caso las caminatas más recordadas fueron siempre de madrugada, como si fuera a escaparme de la ciudad y al final, ya tranquilo después de sentir un simple aire en la cara durante unas horas, me arrepintiera. Cuando era más joven esto sucedía a menudo y lo viví durante un tiempo como rutina hasta que pude dormir a gusto. La gente en la calle a determinadas horas de la noche siempre me resultaba peculiar porque normalmente cuando pasan las tres de la mañana no se está solo como voy yo, sino acompañado y hablando más de lo normal y gritando más de lo normal. Estando terriblemente sobrio en aquellos días, siempre he pensado que más sujeto extraño indefinible les parecería yo a esos viandantes trasnochados, porque ciertamente sentía que se me enarbolaba un aire de cartujo, en silencio, como un noctámbulo que inexplicablemente ha conseguido abrir la puerta de su casa y se encuentra ahora en mitad de la plaza buscando su cocina. Te diría que cuando se escapa hacia la calle sin excusa, la ciudad se vive como si recién volvieras de un exilio, observando cada detalle de las losas, los balcones y las cornisas con la misma curiosidad que uno tiene sobre algo cuando sobre ese algo han pasado los años e intenta reconocer su imagen anterior.
Un paseante, en el fondo, es algo así, como un voyeur: Mirando de reojo las cosas que ocurren, intentando que no se note, pero entrado en un goce egoísta, acaparador, cuyo relato le pertenece solo a él. La arquitectura de una ciudad cuando se camina solo y hacia ningún sitio es, de hecho, una arquitectura que entra de lleno en una comprensión sentimental porque el tiempo de paseo a solas es un tiempo distinto donde todo fluye con más consciencia que en cualquier otro momento. Es por ese mismo proceso por el que uno decide quedarse para siempre en un barrio, una ciudad e incluso un país y tomarlo, aunque no se tuyo, como propio: A través de la repetición. La belleza, la mitad de las veces, siempre está ahí esperando a que la encuentres, solo que hay que tener voluntad de encontrarla.
Desde hace tiempo ya no solo paseo solo, claro. Al correr de los años uno se junta con los iguales y podría decirse que aquellas personas a las que más amo son todas gente que goza del noble arte de, al menos de vez en cuando, coger las llaves, palparse los bolsillos, asegurarse de que llevas encima la cartera, el tabaco, el móvil, tampoco pensarlo mucho, y abandonar el hogar o un sofá calentito sin porqué de vez en cuando. El otro día estaba triste y le dije a un amigo que si podía bajar a pasear y en media hora estaba en el lugar acordado y paseamos. Ya de vuelta, me di cuenta: querer a alguien es muy parecido a estar dispuesto. Y estar dispuesto, desde luego, es algo muy parecido a no saber muy bien hacia dónde va uno cuando camina.