OPINIÓN
La palabra extranjera
«Porque es difícil aceptar que las palabras solo eran un modo torpe de expresar algo que creíamos sublime»
Hay una religión que yo profeso y es la del café y el cigarro en las terrazas de invierno. Mis amigos quieren habitualmente matarme por ello, pero supongo que es algo así como una innecesaria prueba de amor que ellos ejecutan con tal de no ... verme nervioso y en posturas absurdas, porque cuando cojo la taza la otra mano se queda quieta, como esperando y no sé muy bien qué hacer con ella. Ocurre además que para mí estar en una terraza es como salir al patio del colegio y recrearme. Tengo encima una facultad de la que no estoy especialmente orgulloso: el oído. La terraza es entretenida porque uno escucha casi sin querer conversaciones que no son las suyas y yo a veces me quedo hasta en los susurros de la gente. Me fascinan, sobre todo, esas parejitas, da igual si jovencitos o jubilados, que se cogen habitualmente la mano y farfullan palabras de amor que yo muchas veces no entiendo porque, ya sabes, tienen los enamorados un lenguaje propio y específico, suyo y no de otros, que es secreto e íntimo.
Me pasa que cuando pongo la oreja, ya te digo, sin querer, se percibe rotundo el asunto: no hay mayor creatividad lingüística que aquella que se construye ahí, en el enamoramiento. Es tremendamente curioso porque en esa reciprocidad en la evasión del mundo que les rodea, los enamorados doblan su personalidad y hasta renuncian a su nombre de un mes a otro, y ya no se llaman Juan ni María, sino por conceptos y adjetivos indeterminados. Los hay de un clasicismo apabullante como «querido» o «querida» y luego otros del siglo pasado pero aún de actualidad como «cariño» o «amor». Esta última tiene a su vez en nuestros días hasta su variante italianizada, fuertemente contemporánea: «amore», que a juzgar por mi informe auditivo, coge muchas veces el tinte del rintintín y el sarcasmo más feroz. También está el juego infantil: el «cariñito», el «amorcito» y todos los 'itos' que tú quieras. Claro que las más importantes, las definitorias, son aquellas que nadie más conoce las que se quedan en la charla de la cama o la cocina, que para mí son esos sitios de encuentro donde una pareja desarrolla el tacto y el olor, y el oído queda en un segundo plano.
A propósito de las palabras, yo también tengo y tuve las mías, no te creas. Como todos. Y como todos intento guardármelas para mí, aunque muchas veces, pasados los años me vengan aquellas que ya no están, procedentes de un tiempo que era una tierra y una cultura única e indispensable que era la mía y la suya pero que ya no existe. Me pregunto, la verdad, dónde quedan, en qué cajón escondido de la memoria se encuentra ese idiolecto de dos que, una vez ya son uno y uno, no sirve para nada después del tremendo esfuerzo por construirlo, con sus acentos y sus entonaciones sinuosas y aprendidas, casi siempre, solo para el otro.
Si camino por la calle o me siento en las terrazas, cuando me quedo solo a menudo pienso en ello: las promesas para el futuro lejanísimo que únicamente son posibles por la fe propia del enamorado, las hipérboles que precisaban de palabras específicas, de sufijos, de motes y muletillas que se quedaron huérfanas y ya nadie pronuncia ni se acuerda de ellas. Después del amor son palabras extranjeras. Yo recuerdo algunas propias, esas que acompañaban cada quedada por Whatsapp, cada ««cómo estás», cada «buenas noches» antes de poner la cabeza en la almohada, y me rechina la oreja. Me reconozco en ellas tanto como si me oyera hablar en serbocroata, aunque es inevitable no sentir por ellas un aprecio inconfesable.
Hay ocasiones, por suerte pocas, en que me recorre la desazón de no haberlas metido en una cajita en la cabeza, y aunque ya no las comprenda, poder mirarlas de vez en cuando, escucharlas de mi boca frente al espejo y extrañarme. Ocurre como un accidente, quizás porque es difícil aceptar que las palabras solo eran un modo torpe de expresar algo que creíamos sublime y que, en el fondo, era imposible decir, a pesar de que incluso en el frío de las terrazas de invierno jamás se escatimara esfuerzo alguno.