OPINIÓN
Los miércoles, pizza
A veces me suena que las cosas deberían ser siempre un poco de esta forma, más relajados
Hay caprichos en la vida precaria todavía asequibles. Ana y yo pedimos los miércoles unas pizzas, normalmente. Hay un sitio decente sin cucarachas ni nada al que llamamos siempre porque hay los miércoles oferta: dos medianas a 13 euros y te dan dos cocacolas de ... regalo. Es un magnífico día para los excesos un miércoles porque también es el Día del Espectador y también se puede decidir que no hay pizza, sino ir al cine por módico precio y sentarse y poner la cabeza en otras cosas, que buena falta hace la mayoría del tiempo. A mí últimamente me apagan la luz y con poco me duermo, pero es cierto que en el cine me es imposible porque su ambiente y liturgia tienen que ver en mi caso y el de mi generación irremediablemente con la infancia y cuando uno está ahí, frente a la pantalla, como un niño, solo tiene la certidumbre de que jamás se le cerrarán los ojos. Los miércoles son un día estupendo. Para Ana porque todavía no le toca trabajar en el fin de semana, para mí porque ya queda menos para que llegue. Hay una felicidad compartida que hasta el perro nota y se despierta, los miércoles, más contento porque siente algo así como un equilibrio en la Fuerza donde él también es parte, aunque no tenga ni idea siquiera de lo que es un miércoles. Cada vez estoy más convencido de que la ignorancia es el camino más próximo a esa pureza que todos buscan últimamente. Como diría Kevin Johansen: «la gente más linda es la que no sabe lo linda que es», algo a lo que yo doy total veracidad en mis últimas observaciones sobre el mundo. Siguiendo con las citas, Bertolt Brecht tenía una obra de teatro donde citaba específicamente los miércoles. Un personaje decía: «¿Qué día es hoy?». Otro personaje le contestaba: «¡Miércoles!». Y el primero le respondía: «¡Bien, muy bien, un miércoles fue el día que nos hartamos!». En la época de Brecht seguro que no habría pizza a domicilio, lo que explicaría, en parte, el exabrupto. El caso es que un poco la hartura sí se nota, pero supongo que una forma de resistencia es simplemente acogerse a estos pequeños placeres banales que te cuento y que hacen que la vida sea un poco más fácil durante un rato. Incluso los más concienzudos necesitan, te lo aseguro, esa pequeña brecha que nos separa de un delirio y deja caminar. Algo así como un alto, un pacto para un minutaje que no cuenta, que es cascarón de huevo y cede. No hay día que me vaya más tranquilo a dormir que los miércoles, y a veces me suena que las cosas deberían ser siempre un poco de esta forma, más relajados, porque el amor que se funda en esa tesitura suele venir desacomplejado de las ansiedades y murmullos hacia dentro que a menudo sentimos quienes, ya no tan jóvenes, todavía estamos aprendiendo a amar.
De alguna manera, esto lo decía Javier Egea, otro poeta, existe siempre cuando habla de lo que le pasa ese «lenguaje podrido que amarga el paladar y te pone a escupir en mitad de la urgencia» cuando, continuaba, «toda la historia apenas si consiste en decirnos que sí, que nos amamos». Yo pondría el matiz de que para eso hace falta tiempo, pero sobre todo imaginación. Deslindarse de lo que atosiga y construir brevemente con el otro, cual castillo de naipes, esa cápsula efímera donde procede tanto el silencio como la verborrea y es posible mirarse, ser consciente que delante tuya hay un cuerpo y que al lado, solo si es miércoles, quizás una cuatro quesos.