OPINIÓN
Leer poquito
El tiempo que inaugura el hecho literario es por naturaleza evasivo, no quiere ni requiere actualidad
Lo que más molesta del trabajo es no tener tiempo para leer. Es paradójico, pero es habitual en los periodistas. Muchos se pasan el día escribiendo y no abren un libro en años, aunque ninguno lo confiese. Se nota luego en los textos, que abres ... un periódico y apenas te encuentras verbos que no sean los de siempre. «Dice», «apunta», «manifiesta», «resume», «denuncia», «lamenta». Yo me imagino esa montañita de libros que tengo esperándome desde hace semanas llorando todos abrazados cuando no me ven, clamando por la falta de léxico, las comas mal puestas, las erratas de las prisas. Pobres.
Siempre me llamó la atención que estos que llaman 'maestros del periodismo' a menudo hablan de la importancia de la lectura. «No hay nada más importante que leer», se dice con voz tremenda. No sé en su tiempo, pero sucede hoy en día que si trabajas de periodista no tienes tiempo ni para ir a mear. También ocurre que cobras muy poquito, y entre una cosa y la otra, el joven periodista a veces no es que no lea, es que se duerme en la primera página o simplemente renuncia.
En este tiempo nuestro, la lectura es un comportamiento antagónico a la profesión, en realidad. En esta locura del periodismo digital y tal, el periodista necesita aprender a pensar rápido lo mejor posible, aunque esté más que contrastado que el mejor contexto posible para pensar no es nunca hacerlo rápido. Luego pasa lo que pasa, claro. En cuanto a la lectura, ésta, encima, precisa pausa. El tiempo que inaugura el hecho literario es por naturaleza evasivo, no quiere ni requiere actualidad, sino irte con quien escribe a lugares que no tocas, que no ves, que solo imaginas. Este es quizás el mayor de los crímenes, porque cuando no he tenido tiempo para leer se ha producido, de hecho, una pérdida paulatina mía de esa capacidad de imaginar mundos posibles.
Decía Kantor que «en la cámara de la imaginación y de la memoria viven personajes humanos, que no pertenecen a nuestra vida diaria» y que estos «tratan desesperadamente de reconstruir, con su memoria difuminada, aquello que fue su vida, su felicidad o su miseria». No ser capaz de entrar a esa cámara, al menos de cuando en cuando, es para mí algo muy parecido a enfermar y sentir que ya no vives como debería vivirse. Que nada cuadra.
Durante un tiempo tuve la tentación de asumir que esto me ocurría solo a mí, por lo del periodismo, ya te digo, pero hace años que me ocupo personalmente de que mis amigos no sean todos del gremio. Por higiene mental. Y el caso es que nos pasa a todos, porque tampoco ellos tienen un duro ni, normalmente, tiempo para ir a mear. Como para ponerse a leer, imagínate. De esto hay datos para aburrir. Lo saben hasta los bancos. Un estudio de nóminas de CaixaBank el año pasado llegó a la conclusión de que un 45% de los jóvenes españoles cobran menos de 1.000 euros al mes, por poner uno.
Todo esto andaba pensando yo, mirando mi montoncito de libros, todavía con la resaca de un encuentro de periodistas jóvenes andaluces la semana pasada. Una cosa preciosa, por eso de la juventud, vaya. Gente majísima. Listísima. Radiante. Era sábado, día de descanso, y, esta vez con gusto, no me llevé ni un libro a la boca. Lo único que me entristeció, eso sí, fue que, en cuanto a lo de cobrar malamente, la mayoría lo daba sencillamente por asumido. Como si, llegados a este punto, habláramos ya de un hecho meteorológico. «Mañana va a llover» / «mañana va a haber precariedad», lo mismo da. Como si fuéramos incapaces de imaginar un mundo donde esto no suceda. Habrá que leer, supongo, aunque sea un poquito.