La gran renuncia
De hace un tiempo pienso, en realidad, que cuando uno cambia de piso, de curro, de pareja, ya lo había hecho, de alguna manera, mucho antes, en su cabeza
A veces me pregunto hasta qué punto uno decide o no quedarse en un sitio o marcharse. Hay quien argumenta con vehemencia su discurso. Hay quien apela a Dios. Otros a la Pachamama. A los astros y el horóscopo. El destino. O simplemente un día ... se despertó y pensó que ya no más. De hace un tiempo pienso, en realidad, que cuando uno cambia de piso, de curro, de pareja, ya lo había hecho, de alguna manera, mucho antes, en su cabeza. Uno muda primero los pensamientos y ya luego hace las cajas y comienza a recoger sus cosas. A menudo las decisiones, a priori y desde fuera, más complejas, son, en el fondo, las más sencillas. Fueron tomadas inconscientemente mediado el desamor o la apatía, el recelo o la explotación, la precariedad o la desgana. Pasados los años, en ese jugueteo de palabras y cuentos que es la memoria, le damos forma y sentido, pero lo que es saber, ya se sabía. Podríamos incluso fechar en un preciso instante cuándo sucedió el click'.
No creo en el destino ni cosas así. Entiendo que ese lenguaje solo es propio de quienes todo les sale a pedir de boca por privilegio o procedencia. Si estás jodido, pensar que el destino existe es de masoquista o de creyente, que, para el caso, tanto monta, monta tanto. Llegados al punto en el que estamos, en el que la precarización de la vida es cosa indiscutible, si te soy sincero, a veces tengo el miedo de que simplemente huimos. Ni siquiera buscamos algo mejor, solo algo no tan malo. Y así hasta que uno tiene suerte y descansa.
Estos días, sin embargo, un amigo dejó uno de esos curros que hace unos años, antes de llegar a la conclusión de que el goce y el trabajo son palabras antagónicas, hubiéramos denominado como «el trabajo de sus sueños». De los miles que cada año entran en la trampa de la vocación en las universidades, mi colega fue de los que, pasada casi la década y el camino arduo, hace unos meses llegó a la meta. Un contrato decente. Condiciones decentes. Horarios, no decentes, pero oye, los hubo peores. Después de sufrir como un condenado, explotado como todos, con talento como muchos y, objetivamente, bueno en lo suyo como pocos, cuando nos dijo que había firmado el maldito papel sus amigos lo celebramos como si hubiera ganado la Champions. Es gracioso, no me digas que no, que en tres meses el tipo lo haya dejado.
Hace tiempo que se teoriza mucho sobre esto. Sobre si hemos romantizado la vida hasta tal punto que, una vez llegamos a los supuestos objetivos, el tránsito de sufrimiento, la quemazón y esa sensación constante de fracaso que a uno le encaloman en un periquete, dejan ya una herida que no sana. También sobre si eso que llaman ahora «la gran renuncia» vino porque hace tres años paramos el tiempo y nos paramos por un momento a pensar y priorizar las cosas. Yo creo que es algo más evidente. Menos intelectual. Estamos hartos.
Te lo he dicho antes. Pienso que uno abandona la vida que va a dejar mucho antes de hacerlo. Y ni la piensa. Solo lo sabe. Puede señalar a los protagonistas de esa escena. La del click. A los culpables. Puede tranquilamente decir «yo acuso» y no fallar. Yo acuso a todo jefe que puso el trabajo y el beneficio económico de una empresa que ni siquiera era suya por encima de la salud mental de sus trabajadores. Acuso a toda aquella empresa que le racaneó unos euros a un chaval o que ni siquiera le hizo el dichoso contrato aprovechándose de su vocación y su ilusión por un oficio. Acuso a todo aquel acosador y abusador que baboseaba a una trabajadora aprovechándose de que nunca dejaría ese trabajo por necesidad o porque le había ido en ello su formación y su vida. Acuso a todo aquel compañero de una generación insolidaria y egoísta, que, con maravillosas y ejemplares excepciones, se atreve a llamar «vagos» y «quejicas» a sus compañeros más jóvenes con peores condiciones económicas. Por acusar, porque uno no cambia el curro solo por el curro, sino por todo lo demás, podría seguir. Acuso a todo propietario de un piso que subió el alquiler a precios imposibles para montar un alquiler turístico y vivir aún más de la renta sin mover un solo dedo. Acuso a una Universidad que vive en Narnia, en la inopia, y que en su lenguaje de mojigatos apenas sabe ya qué narices pasa, ya no en la calle, sino en sus propios departamentos con doctorandos por debajo del salario mínimo. Acuso a un Gobierno, por supuesto, conformista, que se cree que con unas migajas y un discurso de guardería esto va a arreglarse.
Sí, claro, que podría incluso decir «yo acuso». Y me faltarían hojas de este periódico. Lo importante, sin embargo, y por resolver la pregunta inicial, es que la gente, al menos de la que puedo hablar, los míos, los de mi edad y condición, no nos estamos moviendo ni renunciando por destino, ni ciencia infusa. Ni porque lo haya dicho el horóscopo. Es una decisión. Fundamentada. Y solo es un síntoma de lo que viene.