Opinión
Desaparecer, un rato
Lo peor de esta simulación de las cosas es que cuanto más se interpretan esos papeles impuestos, lo normal es la tristeza o el enfado
«Desaparecer por un rato». La frase sale a veces como chascarrillo cuando lo hablamos entre nosotros. Con una cerveza en el bar, fumando un piti en la puerta. A veces de sopetón, cuando te mandan un wasap preguntándote cómo estás, que no das señales ... de vida. Habrá a quien le resulte chocante. Desaparecer es una palabra fuerte. Significa dejar de existir o al menos de estar presente. Nada menos. Pero al mismo tiempo no la percibo, ni la percibimos, creo, como algo extraordinario. Es más bien una coletilla que, como todas las coletillas, es también un síntoma de época.
Desaparecer implica que no quieres estar donde estás. Porque no se está a gusto. Lo que se dice un malestar. Y eso, a decir verdad, uno lo siente como lo sienten muchos. A la hora de darle palabras, a bote pronto, escuchando a cualquiera con menos de 30 años en este país, entendería que lo primero que le palpita por la boca es hartazgo. Porque razones hay para estar harto. Infinitas. Pero, no sé si a ti te pasa, en ese sentido, el de las palabras, parece que éstas ya no valieran casi para nada.
Yo nunca he tenido problema con eso. Sobre todo porque me siento cómodo pensando que lo que digo no tiene tanta importancia. Me ayuda a saber que yo no tengo tampoco tanta importancia y así es más fácil vivir porque la vida se convierte entonces en algo que uno debe valorar incluso más que uno mismo. Lo que ocurre, y yo creo que aquí es donde estamos todos aquellos que buscamos la desaparición momentánea, esa tregua de al menos un instante, es que hace un tiempo que ese 'uno mismo' ya no sé muy bien quien es.
Esto del mundo digital no ayuda porque uno es uno en Twitter, otro en Instagram, en Facebook, en TikTok y las demás plataformas derivadas. Uno no es uno, sino su marca. Arrastra el personaje y parece que esto de vivir en realidad es un buscar y crear contenido para esa personalidad creada. La vida es una especie de subsuelo al que uno esquilma los minerales para dar forma al perfil y a las ventanitas.
Nada pasaría si mismo tiempo, en la realidad palpable, en lo material, esa cultura perversa no se estuviera reproduciendo hasta chuparte la sangre. Porque ni siquiera sin el móvil en la mano uno es como es, sino que se moldea para dar el perfil idóneo en el curro que le gusta, a la chica o el chico que le gusta y al mismo tiempo ser el hijo, la pareja o el amigo que quieres que perciban aquellos que te importan. Si digo que estoy exhausto y apuesto a que tú también, es porque nadie es capaz de ser todo eso sin que se le vuele el cerebro. Nadie es tan buen actor.
Se te ve cansado. Exhausto. Obligado al cinismo, acabas por no creer en nada. Mucho menos en las palabras. Yo maldigo el día en que alguien comenzó a escribir teorías del lenguaje y la comunicación desde la cientificidad exacta y no desde el lenguaje mismo, porque fue en aquella maldita hora cuando empezó a escribirse el manual perfecto para mandarnos a todos definitivamente a la mierda.
Yo me lo noto en la cara. Porque lo peor de esta simulación de las cosas es que cuanto más se interpretan esos papeles impuestos, lo normal es la tristeza o el enfado. Es humano. Dan ganas de huir. Porque uno necesita mirarse al espejo y tener claro quién es, aunque sea una leve idea, no quien tendría que ser o es preciso que sea. Ni tú ni yo, te lo aseguro, somos un producto. Ni mucho menos se nos puede cuantificar. Cada vez que escucho a un coach hablar del «valor» de las personas como si la vida fuera el puto Wall Street solo confirmo que el coaching es una enfermedad social como pocas existen a día de hoy. Desaparecer, ya te digo, un rato, parece el deseo más lógico. O al menos juntarnos, yo qué sé, y darle una vuelta a todo esto.