Amor de verano
La mayoría de películas nos muestran besos increíbles al atardecer, pasiones desgarradoras…pero nunca esa sensación terca de que cada segundo corre lento
Amar. Vaya percal. Decía Pasolini: «yo bajo al infierno y sé cosas que no saben los demás». Creo que no hay definición mejor de lo que significa no ser amado. Por quién tú quieres, claro. En plena ola de calor supongo que a estas mismas ... horas habrá millones de muchachos y muchachas mirando al techo de su habitación pensando. Medio nerviosos. Enlatados en imágenes, porque el amor es siempre una disciplina de imágenes. Un gesto concreto, una sonrisa, una mirada quieta.
Los amores, sobre todo en la juventud, tienen eso. Se quedan fácilmente fotografiados en la memoria porque, de alguna manera, en ese primer momento de destello, todo importa. La percepción del tiempo es confusa en verano. Supongo, de ahí viene el mito. Para quien ama desesperadamente, todo tiempo es poco, todo amor es poco. Julio y agosto, tan eternos la mayoría de las veces, ayudan a cierta satisfacción para esos dos que ves por la calle y no aman, sino que devoran.
Yo siempre fui más de invierno, para que nos vamos a engañar. Para elaborarme imágenes cursis, confieso que me gustaba más la lluvia. Mejor fresquitos, yo qué sé. También te digo que las hormonas y el calor no son buenos amigos. Llevan innegablemente al sudor incómodo. Y de ahí al lado oscuro hay solo un paso, que diría aquel. En fin, los hay que, de primeras, nunca fuimos muy duchos en la materia. Supongo que, en realidad, nos pasa a todos. Quien ama, lo hace la mayor parte del tiempo en silencio hasta que se descubre el pastel. La mayoría de películas nos muestran besos increíbles al atardecer, pasiones desgarradoras…pero nunca esa sensación terca de que cada segundo corre lento. El nudo en el estómago, se aprende más tarde, tiene también su gracia.
A menudo me pregunto si se puede escapar de idealizar en el amor. Hay quienes de no desatarse ese nudo, acaban por amar a fantasmas. Crean personas que no existen. Y se atan a ellas hasta que inevitablemente viene la decepción. Aparecen luego consignas, como aquello del dolor ligado inevitablemente a cualquier acción amorosa. A quién no le ha pasado. Con el tiempo he terminado por entender, supongo, que esto de saber amar es una carrera de fondo. No hay laboratorio de pruebas más peligroso que el de dos cuerpos casi sin quererlo se atraen y, sin embargo, la mitad de las veces no saben muy bien por qué. Somos naturalmente torpes. Piénsalo, la mayoría de parejas están convencidas que a la hora del sexo son una suerte de bailarines de ballet ruso en perfecta armonía. Y, así visto en perspectiva, ¿no resulta un poco patético ese jadeo descoordinado, ese choque de genitales tan dificultoso, esa energía de que cada cual la cabalgue y sálvese quien pueda? No se trata de vincular el amor al sexo, pero oye, sintomático es. El error es la norma.
Yo recuerdo cada persona a la que amé. Románticamente, me refiero. Apenas me faltan un par de minutos para recrear la historia de principio a fin. Porque son eso, historias. Y sé relatar perfectamente cuando algo dejó de ser lo que era. Y por qué fue tan difícil darse cuenta. Qué miedo. La mayoría de veces es miedo. Aceptar que hay que volver a enamorarse es como aceptar la caída de los imperios. El clic, ya te digo que es una carrera larga, como la vida misma, viene cuando te cercioras de que hay más belleza en lo que pasa que en lo que pasará y que frente a las promesas de amor eterno propias del chavalerío en verano vence siempre la felicidad de recordar esos cuerpos torpes, pero presentes. Fugaces, puede ser, pero memorables por sí mismos, sin aditivos ni edulcorantes. Lo demás, mejor dejarlo para las películas. Hazme caso.