opinión

Amar no da un duro

«Y quizás es que se nos terminaron las palabras para denominar el amor, pero también quizás es que el amor no necesita la mayoría de veces de muchas palabras»

Últimamente siento de forma invasiva una idea: todo lo que me gusta hacer no sirve para nada. Que todo lo que da sentido a mi día a día es inútil. Me explico. Sucede que desde hace unos años, con esto del madurar lento, me empezó ... a dar una pereza tremenda algo que se convirtió muy pronto en tendencia. Esto de entender las relaciones con el otro como una transacción. Que ahora se llama networking, o al menos así lo escuché la última vez que hablaba del tema. Es una suerte de cadena de favores casi institucionalizada. Hay congresos del tema y todo. Y, ya sabes, siempre que hay un congreso del tema en cuestión es que ya la cosa va en serio. Es una juntera, un matrimonio de conveniencia. Alguien te cae bien por Twitter, quedas, se lo cuentas a un colega y te pregunta: ¿Y la dote?

Porque esto del relacionarse con desconocidos en la era nuestra, que ya no sé si es digital, metaversal o lo que pinte, tiene algo de comercio de camellos por cervezas al fresco, de prestar el tiempo como si fuera al peso, de hoy por ti, mañana por mí y en el fondo a la gente lo que parece es que se la trae al pairo la gente y eso a mí, pues me crea una desconfianza importante. Ya no por el que te suelta la perorata sobre las lindezas de esta cultura de mercaderes, sino porque me hace dudar de lo que, te confieso, me da a mí la viveza y las razones para mirar por la ventana a la calle, ver una parejita y decir: «mira, qué majos» sin tener que replantearme mucho las cosas ni sospechar abiertamente de su honestidad amorosa.

Porque además me pasa que hay una gramática en todo esto que yo normalmente no entiendo, no por falta de empeño, sino porque al final hay una absurdez de fondo que se contradice. Lo de llamar «redes afectivas» a mis amigos como que le quita un poco de encanto. Y quizás es que se nos terminaron las palabras para denominar el amor, pero también quizás es que el amor no necesita la mayoría de veces de muchas palabras. Pero pasa que amar por amar pues tampoco te catapulta a ningún capital social ni a ningún catálogo de rostros explicable con la sutileza del iluminado, sino que simplemente parece humano y un accidente. Y esto, al final, es más viejo que las lentejas, fíjate, porque lo de amar sin esperar nada a cambio es tanto una cosa bíblica como una situación que te sale a borbotones del pecho casi sin querer cuando alguien se te aparece con una urgencia y una inmediatez que te avasalla. Te importa. Y enamorarse, en sentido amplio, pues pienso firmemente que yo estoy enamorado de cada uno de mis amigos y amigas, conlleva esa inevitable pérdida de ti mismo. Hay un tiempo, unas palabras, unos gestos que ya no te pertenecen solo a ti, sino que es también de los otros. Y no produce, no suma oportunidades laborales, no te ensalza como genio ni como proyección ideal para el mundo, simplemente te arropa. No, amar no da un duro. Ni siquiera la predisposición a amar. Será otra cosa.

No es esto, tampoco, ninguna demonización ludita ni es plan de quemar centrales de datos, que también podría ser una opción por otra parte. Ni una romantización excelsa del amor naif, aunque siempre lo primero tenga algo de lo segundo. E incluso haya quien diferencie con destreza y un cinismo envidiable esos dos mundos donde se encuentran la contabilización exacta de los followers y las confesiones secretas en la madrugada. Pero esta sensación agridulce, ya que se puede señalar, pues se señala. Y no, no se trata de abrir los ojos, ni bajar a la tierra. Todos lo sabemos. Son formas de estar aquí, en el mundo. Yo me quedo con aquello que cantaba Aute: «entre la fe y la felonía, la herencia y la herejía, la jaula y la jauría, entre morir o matar, prefiero, amor, amar».

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