Acaso nosotros

Estos días pensaba en cómo, hasta cierto punto, nuestra capacidad de observar al otro, que en esencia es algo así como un enorme manchurrón que sabemos que existe y siente porque habla y lo escuchamos y se mueve y lo miramos, es, sobre todo, un esfuerzo

Álvaro Holgado

Cádiz

Normalmente cuando uno se mira al espejo lo hace solo. Se despierta y, casi sin querer, se ve enfrente y ni se inmuta porque lo aprecia, claro, es a sí mismo, no al espejo. El de mi casa lo compré en una tienda de segunda ... mano. Algo más de diez pavos. Es circular, tiene los bordes de una madera que, en algún momento, sospecho, fue blanca y que, sin embargo, el día que lo compré, quise convencerme, era, en realidad, amarilla. El espejo por ese lado está roto. Tiene una grieta que, yo creo, le sienta bien. Ahora lo llaman vintage. En la parte izquierda, además, si te fijas bien, hay una mancha. Aquel día, cuando lo compré, estoy seguro de que no estaba y, aun así, no sabría decirte con exactitud cuando llegó a crearse. El caso es que cuando me aburro de mí mismo, que últimamente es muchas veces, la observo. Es una forma también de acompañarse. Somos dos, la mancha y yo. Los dos como un abstracto, pero presentes. Por mucho que frote con el estropajo, la mancha no se va. Así que, como me gusta el espejo, la mancha se queda. A fin de cuentas, la mayoría de las veces, no es tan perceptible. Si me tomo dos cervezas y vuelvo de la calle o madrugo y la noche no dio descanso, me cuesta, verdaderamente, encontrarla.

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