Acaso nosotros
Estos días pensaba en cómo, hasta cierto punto, nuestra capacidad de observar al otro, que en esencia es algo así como un enorme manchurrón que sabemos que existe y siente porque habla y lo escuchamos y se mueve y lo miramos, es, sobre todo, un esfuerzo
Normalmente cuando uno se mira al espejo lo hace solo. Se despierta y, casi sin querer, se ve enfrente y ni se inmuta porque lo aprecia, claro, es a sí mismo, no al espejo. El de mi casa lo compré en una tienda de segunda ... mano. Algo más de diez pavos. Es circular, tiene los bordes de una madera que, en algún momento, sospecho, fue blanca y que, sin embargo, el día que lo compré, quise convencerme, era, en realidad, amarilla. El espejo por ese lado está roto. Tiene una grieta que, yo creo, le sienta bien. Ahora lo llaman vintage. En la parte izquierda, además, si te fijas bien, hay una mancha. Aquel día, cuando lo compré, estoy seguro de que no estaba y, aun así, no sabría decirte con exactitud cuando llegó a crearse. El caso es que cuando me aburro de mí mismo, que últimamente es muchas veces, la observo. Es una forma también de acompañarse. Somos dos, la mancha y yo. Los dos como un abstracto, pero presentes. Por mucho que frote con el estropajo, la mancha no se va. Así que, como me gusta el espejo, la mancha se queda. A fin de cuentas, la mayoría de las veces, no es tan perceptible. Si me tomo dos cervezas y vuelvo de la calle o madrugo y la noche no dio descanso, me cuesta, verdaderamente, encontrarla.
Estos días pensaba en esto y en cómo, hasta cierto punto, nuestra capacidad de observar al otro, que en esencia es algo así como un enorme manchurrón que sabemos que existe y siente porque habla y lo escuchamos y se mueve y lo miramos, es, sobre todo, un esfuerzo. Llegué a la conclusión de que el amor, en todas sus variables, surge de ahí, de ese tiempo necesario. De ese momento concreto en que uno se acerca y quiere saber, conocer y se interesa en que hay otra cosa que no es él y también tiene una historia. Hay quien cuenta el día en que se enamoró y es un lugar común escucharle decir «que se paró el mundo» y yo me pregunto si en un mundo cada vez más incapacitado para parar es posible el amor.
Mi temor, y quizás por eso te cuento todo esto, es que ese esfuerzo es, siempre lo entendí así al menos en lo que respecta a lo naturalmente humano, algo imperceptible, debería de serlo, y miro alrededor y sucede que hay demasiado de por medio como para que así sea. Como si para encontrarse con el otro hubiera que cumplimentar una suerte de burocracia tecnológica y emocional que, sumada a la precariedad característica de mi generación y las escasas horas del día que dejan su consiguiente explotación laboral, apenas para que ese tiempo necesario exista tuviera que suceder un milagro. De ahí esa sensación de esfuerzo, supongo.
Yo entiendo que la unidad de España es importante para algunos. Que los relatos épicos, el Estado y la amnistía, le cubren la vida decadente y sola a muchos que, en el fondo, querrían gritar sin mediación ninguna de la política. Pero si te digo la verdad, cansado del televisor, del vídeo, la pantalla del móvil y del espejo, de mí mismo y del ruido blanco del odio, lo primero que se me viene a la cabeza es esa mancha y lo lejos que muchas veces, sin darme cuenta, me siento, al escucharme soltar una perorata, de lo mollar. Lo mollar, hay que especificar, somos nosotros. Tú y yo, de alguna manera, aunque sea de la más torpe, intentando encontrarnos. Habría que empezar por ahí. La carne humaniza. Hazme caso.