La Alberca
El arpegio del Cachorro
Al pasar tan cerca pude ver una guitarra invisible entre sus manos, un trémolo al viento de Triana
Por la calle Rodrigo de Triana iba la barba judía apuntando a la luna creciente, que en las tardes del invierno de Sevilla se clava como una uña en la carnes del cielo. La vista del Cachorro, yacente como nunca en su expiración, con la ... cruz como lecho, se hundía en el pasillo turquesa que le había puesto Triana por techo en los callejones de su vieja cava, ese laberinto de fraguas que sólo da salida por las alturas cuando se llega a Santa Ana. Y al pasar tan cerca del suelo a plena luz del día pude verle las manos. Las arterias metacarpianas latiendo. Las carnes vivas del pulgar. Decidme que estoy loco, pero yo vi las manos de un tocaor antiguo del arrabal. Los dedos de la izquierda poniendo un Mi Mayor clarísimo, por soleá alfarera, y los de la derecha ejecutando un arpegio limpio para darle entrada al cante que se le derrama por la boca en su último jipío. «En la capilla del Carmen / mataron a aquel gitano, / cómo lloraba su madre». Los dos brazos en cruz. Manuel Molina con su barba cantando una letra al firmamento: «Que nadie vaya a llorar / el día que yo me muera, / es más hermoso cantar / aunque se cante con pena».
De pie, con las plantas en una loza y el ojo turbio de su tránsito mirando las espadañas, el poeta Lutgardo García vio en Él un «trapecista», un «trágico bailarín de su silencio, banderillero triste de la nada citando ante las gradas de la muerte, sin éxito, sin luces y sin palmas». Tumbado, con las manos cogiendo estrellas a puñados y su pupila nublada contemplando fachadas, yo vi en Él un guitarrista de cuarto de cabales haciendo la falseta de su réquiem, sin música, sin viento y a compás. Iba el Cachorro con pulso todavía en sus muñecas por el meandro de Pelay Correa, buscando la Pureza y la Esperanza, y en el silencio de la tarde se escuchaba el eco perdido del Fillo y del Planeta en aquella fiesta antigua de Estébanez Calderón que yo estaba recitándome por dentro mientras pasaba el del Patrocinio: «En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones». El Cachorro baila en la cruz, mueve la cabeza como cuando se remata un tango del Titi, poniendo la vista en el cosmos, y abre los brazos como quien se va a llamar por bulerías. Pero ahora sé también que sus manos van haciendo trémolos al aire, arpegiando las viejas vihuelas del barrio para que su última bocanada tenga acompañamiento y su recital de quietud del movimiento se nos meta también por los oídos. En el Viacrucis que celebraba el cincuentenario de su resurrección, la huida de las llamas del infierno, he descubierto que al Cachorro no sólo conmueve verlo, también emociona escucharlo. En el gemido de una corneta ahogada el Viernes Santo y en la guitarra invisible que bordonea Triana en sus manos enclavadas.
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