Gabriel Albiac
Vuelta al cero
No, no ha habido sorpresa alguna. Desde la noche de las elecciones, el veredicto era inapelable. Un país racionalmente político, aquella misma madrugada hubiera visto tenderse puentes hacia cualquiera de los gobiernos de coalición aritméticamente viables. Que eran dos, en los fríos números. O bien la coalición restringida de los dos partidos mayoritarios, o bien el gobierno de concentración formado por los tres partidos constitucionalistas del Parlamento. La primera alternativa, un acuerdo de mínimos entre PP y PSOE, hubiera permitido ir tirando. La segunda, un pacto de Estado entre PP, PSOE y Ciudadanos, hubiera abierto lo que tantos juzgamos hoy indispensable: la completa refundación de una democracia que hace agua por todas partes y amenaza adentrarse en una zona de tormentas cada vez más azarosa.
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Del otro lado, quedaban las dos variedades del totalitarismo que acechan a un país desnortado por la doble herida de la corrupción y de la incompetencia: nacionalismo y populismo. Que no son, desde luego, enemigos menores. Ambos cuentan a su favor con el irracional impulso de los afectos salvíficos más elementales. Y, en sociedades tan analfabetas como la nuestra, los afectos irracionales son un arma de eficacia temible.
A los burgueses alemanes de los años treinta les parecía divertido promocionar las encendidas arengas de un payaso con bigote
La conjunción de desesperación más ignorancia es la quintaesencia de eso a lo cual el final del siglo diecinueve ruso bautizó como «populismo». Y a lo cual Mussolini primero y, sobre todo, Hitler acabarían por dar una estructura disciplinaria lo bastante fuerte como para emprender, bajo su estandarte, el asalto final del «vejestorio burgués» llamado democracia. El populismo fue entonces la matriz de los fascismos. En Europa primero. Más tarde, en Latinoamérica. Ahora, en un bucle cerrado que mueve a meditación muy pesimista sobre la capacidad humana para aprender de sus más bárbaros errores, el populismo retorna al viejo continente. Y una tosca versión, histriónica hasta el bochorno, de aquel Tirano Banderas del gran Valle Inclán delira desde la barra libre que ponen a su disposición los dueños de los televisores. También a los grandes burgueses alemanes de los años treinta les parecía la mar de divertido promocionar las encendidas arengas de un payaso con bigote. Cuando fueron a apercibirse de que el payaso podía ser peligroso, era demasiado tarde.
Eso es lo que hubiera podido frenar una coalición amplia de partidos constitucionalistas. En su versión más completa, PP, PSOE y Ciudadanos hubieran sumado más de dos tercios de la Cámara. Y todas las reformas necesarias para aplastar en el huevo populismos y nacionalismos hubieran estado al alcance de aquellos a quienes el electorado dotó con el mandato de defender la democracia. No lo hicieron. Puede que sean tan nulos que ni se dieran cuenta de lo que estaba en juego. O puede -todo es posible aquí- que lo viesen y que no les importase; no tanto, al menos, como les importaba salvaguardar su personal cargo. Al cabo de cinco meses, vuelta al cero. ¿Va el votante a perdonarlos?