Viejos potajes

Sus platos eran nutritivos, pero parecían antiguos

Luis Ventoso

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Las raíces de Rajoy se arraigan en la provincia tranquila del siglo XX español. Vástago de la alta burguesía pontevedresa, su abuelo fue el ilustre jurista Rajoy Leloup, republicano y galleguista, uno de los promotores del primer estatuto de Galicia; y su padre es el impecable juez Rajoy Sobredo. Al joven Mariano lo distinguía una retentiva a lo Funes el Memorioso de Borges, ideal para opositar. A los 23 años se convirtió en el registrador de la propiedad más joven y al año siguiente se partió la cara, literalmente. Fue en 1979, en una carretera retorcida de Palas de Rey, en Lugo. Conducía su Seat 127 rumbo a Villafranca del Bierzo, donde tenía su plaza de registrador, y se fue terraplén abajo. Aunque salió por su pie del vehículo destrozado, se necesitaron seis horas de quirófano para recoserle el rostro. La barba que lo distingue nació para camuflar aquellas heridas ( no es el único rasgo de coquetería de un hombre más complejo de lo que parece : ahí está su curiosa fidelidad al farandol). El joven Rajoy se hizo de AP y luego del PP y pronto ascendió en la política gallega. Su imagen resaltaba en tierra de bajitos: 1.90 de talla, gafas setenteras de pasta, etiqueta de sobrio director de sucursal bancaria. Un funcionario muy resolutivo, que tenía otra cara: el joven Mariano gastaba un humor zumbón, que conserva, y gustaba de la noche, del copeo en vaso de tubo en los primeros pubs ochenteros (en uno de Sanxenxo conoció a su mujer). Fraga le soltó uno de sus consejos imperativos: «Cásese, aprenda gallego, váyase a Madrid, y a la vuelta hablamos». No hizo mucho caso al fogoso patriarca: no se casó hasta los 41, no habla gallego y nunca retornó de Madrid.

Una parábola gastronómica. En Casa Mariano daban platos de cuchara de toda la vida : lentejas, callos, fabada... Un poco antiguos, pesadotes para hoy en día, pero reconstituyentes y saludables. Mariano era el correcto maitre de ese local clásico, pero detrás, en los fogones, cocineros mangantes comenzaron a adulterar el producto. Mariano los fue echando, pero el prestigio del mesón quedó tocado. Surgieron nuevas opciones: Burguer Iglesias, de comida basura, pero que al respetable le entraba de miedo, aunque disparaba el colesterol; y Can Rivera, restaurante catalán de cocina modernilla, cuyo fuerte era la «emulsión de tortilla de patata española». En realidad la tortilla de diseño de Can Rivera sabía igual que la de Casa Mariano de siempre. Pero Can Rivera y Burguer Iglesias se anunciaban día y noche; cuidaban TripAdvisor, la tele y las redes, se vendían como el no va más; mientras que en Casa Mariano lo fiaban todo a la inercia de la tradición y descuidaron la publicidad. Aunque sus viejos potajes seguían siendo los más nutritivos, el mesón Mariano fue perdiendo público, y más cuando se destapó una cutre falta de higiene en su cocina. No entendieron que en la era internet los valores de la provincia inmutable ya no bastaban, que el gusto era otro. Casa Sánchez, con un grasiento menú de siete páginas donde mezclaba chapuceramente todas las gastronomías, acabó llevándose el gato al agua.

Viejos potajes

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