Vieja y nueva historia

Como demócratas, debemos aceptar las sentencias judiciales, y así lo hacemos

José María Carrascal

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De tener ocasión, me gustaría preguntar a los magistrados de la Audiencia territorial de Schleswig-Holstein si consideran rebelión el putsch de Hitler en 1923, iniciado en la Bürgerbräuerkeller de Múnich, cuna del partido nazi, donde el gobernador de Baviera pronunciaba un discurso. Con sus pretorianos de las SA bloqueando las salidas, Hitler entró en la cervecería, disparó un tiro al aire y gritó: «¡La revolución nacional ha comenzado!». El Gobierno bávaro declaró el estado de emergencia y tanto la Policía como el Ejército se mostraron leales a la República de Weimar. Siguió un día de lucha en la que hubo bajas por ambas partes, antes de rendirse los nazis, Hitler huyó, pero fue localizado, juzgado y condenado por «alta traición», junto a sus ayudantes. La lección que aprendió: que un putsch sólo tiene éxito desde la política. Lo logró en 1934.

¿Hay paralelismo con la actuación del secesionismo catalán el pasado otoño? La citada audiencia alemana reconoce que hubo violencia, pero «no basta con la amenaza de ejercerla o que se ejerza. Es preciso que la violencia ejercida contra terceros someta al organismo constitucional a una presión capaz de doblegar su voluntad. Que no es éste al caso». Viene remachado en otro párrafo: «El alcance y efecto de dichos actos no bastaron para someter al Gobierno (español) a una presión tal que lo obligase a capitular ante las exigencias de los perpetradores de la violencia». En román paladino: los actos violentos ocurridos en Barcelona en octubre no fueron suficientemente violentos para ser considerados «rebelión» o «alta traición», como la llama la ley alemana. Lo que encierra todo tipo de contradicciones. Una histórica: que Hitler no cometió en 1923 delito de rebelión porque no logró imponerse a la República de Weimar. Otra política; olvidar la declaración de una república catalana por parte del Parlamento Catalán, infringiendo no sólo la Constitución española sino también la alemana, que incluye todo intento separatista en un Land o en la entera Nación en la «alta traición». Por último, la lógica: si un golpe de Estado tiene suficiente violencia para imponerse al gobierno, la legalidad vigente se acaba. Algo que hay que prevenir con la menor violencia posible.

Como demócratas, debemos aceptar las sentencias judiciales, y así lo hacemos. Pero sin renunciar a las vías que la democracia nos ofrece cuando creemos vulnerados nuestros derechos. Entre las distintas opciones legales que tenemos, apelar al Tribunal de Justicia Europeo me parece la más segura, una vez comprobado que los alemanes, incluida su ministra de Justicia, han olvidado su historia y sus errores, aparte de que la más amenazada por esa sentencia no es España. En un momento en que Europa se esfuerza en unificar sus instituciones políticas, financieras, comerciales, judiciales y demás campos, que una audiencia regional se permita corregir al Tribunal Supremo de otro país miembro es un serio golpe al proceso de unificación europeo más ambicioso de su historia. Y que lo haga una ministra de Justicia, preocupante.

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