Editorial ABC
Trump no entiende de libertad
Las democracias, incluso las más consolidadas, han de saber cómo revisar su sistema de valores y sus mecanismos de autodefensa porque los populismos extremistas las están debilitando
La responsabilidad directa de Donald Trump en el asalto al Capitolio es innegable. De modo taxativo, había incitado a una muchedumbre a presionar a los legisladores para que no proclamaran el triunfo electoral de Joe Biden, y de modo irresponsable incurrió en una pasividad complaciente mientras la democracia norteamericana era puesta irracionalmente en peligro. No fue una simple protesta sobreactuada contra lo que Trump considera un fraude electoral. Fue un ataque al núcleo de la democracia, a su expresión popular, a sus símbolos y a sus valores. Lo lógico sería que esa incitación acarreara consecuencias penales, y no solo para los detenidos en Washington, sino también para el propio Trump, quien ha superado con creces el límite de lo admisible en su cruzada populista. De hecho solo ha conseguido deteriorar la imagen de Estados Unidos en el planeta y poner en peligro la estructura legislativa sobre la que se asienta el modélico armazón de la democracia más poderosa del mundo.
En el fondo, lo ocurrido es una peligrosa alerta para quienes aman la libertad, porque es la libertad lo que se ha pretendido secuestrar. Lo de menos ahora es que el Congreso haya refrendado el triunfo de Biden, o que el vicepresidente, Mike Pence, se haya negado a servir de acólito a Trump en su carrera hacia el abismo. Ni siquiera es relevante que una parte influyente del Partido Republicano haya tenido por fin el arrojo de desmarcarse de un ególatra que lo ha arrastrado a una debacle preocupante, ya que hace solo dos años controlaba el Congreso, el Senado y la Casa Blanca, y ahora, ninguna de las tres instituciones. Lo importante es el triunfo de la democracia frente a un sabotaje y la asunción de que los peligros del populismo no son retóricos. El poder ejercido de forma excéntrica y autoritaria no solo tiene lugar en países con nula tradición democrática o con débiles bases de libertad. De un modo o de otro, con más intensidad o con menos, acecha ya de forma nítida a buena parte de los países desarrollados, y ahí radica la principal amenaza. La exacerbación del populismo y su capacidad de agitación se han convertido en un riesgo extremo del que también conviene vacunarse como si se tratase de una pandemia letal.
Las democracias, incluso las más consolidadas, han de saber cómo revisar su sistema de valores y sus mecanismos de autodefensa porque no se están fortaleciendo. Se debilitan. Si no saben cómo hacer valer la libertad es porque empiezan a estar dispuestas a perderla a manos de extremistas de todo pelaje. Más aún, el proceso de polarización ideológica que se extiende por el mundo en esta fase de nuestra historia proviene precisamente de la desnaturalización que sufren las propias democracias, de una inexplicable tolerancia con quienes pretenden destruir el sistema, y de su indolencia por no haber diagnosticado este mal mucho tiempo antes. Es forzoso entender hacia dónde conduce la justificación de movimientos insurreccionales en virtud de una supuesta justicia social, y también que la eterna lucha entre izquierda y derecha ha derivado ya hacia una cruenta pugna entre demócratas y antisistemas.
En la conciencia de Trump, que sigue sin admitir su derrota, recaerán las cuatro muertes innecesarias de este sintomático asalto al Capitolio. También, el desmoronamiento de su Gobierno y su resistencia cuasi-ilegal a reconocer la legitimidad de los resultados. Trump sigue manchando un relevo que debió ser modélico, pero sería injusto no admitir también que los contrapesos han funcionado, y que poner en peligro una democracia sólida no es tan fácil, lo cual es tranquilizador.