EDITORIAL ABC

Una traición que exige respuesta

La réplica unitaria ofrecida ayer por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, junto con el líder de la oposición, Pedro Sánchez, y Albert Rivera, es un consuelo dentro del drama

EL Parlamento catalán consumó ayer su afrenta a la España constitucional. La mayoría independentista que conforman Junts pel Sí y la CUP, partido simpatizante de Batasuna, fraguó con una declaración ilegal su golpe de mano al Estado de Derecho y a la unidad de España. Hasta 72 diputados tomaron conciencia de estar ejecutando servilmente una ilegalidad prevaricadora para la creación ficticia de una república catalana, promovida por dirigentes contra los cuales es seguro que caben querellas de la Fiscalía y la Abogacía del Estado por instigar un delito de sedición. Lo ocurrido ayer en Cataluña es la fase final de la secuencia de una traición, y un engaño masivo a casi ocho millones de ciudadanos que ya no merecen ser víctimas de una sola trampa más. Alimentar la mentira ya no es una utopía. Es sencillamente indecente. No habrá independencia simplemente porque es ilegal y porque –es una evidencia– va contra el criterio de una inmensa mayoría de españoles que aman a Cataluña como una parte inseparable de su identidad nacional.

La desobediencia a las leyes y el ataque frontal a la Constitución no están amparados en la libertad de expresión. Tampoco la rebeldía. Llegada a este punto la provocación ilegítima de una mayoría del Parlamento catalán desleal con su compromiso de cumplir y hacer cumplir las leyes, solo caben una resolución del Tribunal Constitucional, que anule automáticamente la declaración secesionista de ayer, y la preparación urgente de los mecanismos policiales que garanticen de modo fehaciente su cumplimiento. Y, en su caso, una contundente acción penal que permita poner a disposición judicial a quienes se enfrenten al Estado de Derecho. Como cualquier otro delincuente. Conspirar para rebelarse contra la Constitución no puede ser una opción en España, y el Gobierno está obligado a no consentirlo, cueste lo que cueste. Poner en jaque al Estado de Derecho no es ninguna estrategia política que merezca las bondades del diálogo con quienes imponen un chantaje inasumible y nada quieren pactar. Nada de lo votado ayer en la Cámara catalana es abordable desde la cesión, la negociación o terceras vías vacías de contenido. El imperio de la Ley y la perversión de las mayorías reales no pueden ser negociables en democracia. Ahora solo cabe reponer el orden jurídico destruido en Cataluña por la más severa agresión causada a la Constitución desde el intento de golpe de Estado de 1981.

Cataluña vive en un caos político, económico, social y emocional. Ayer por la tarde, tras la votación de la infamia independentista, su Parlamento comenzó una nueva escenificación: un debate de investidura que tampoco saldrá adelante por la incapacidad de presentar a un presidente de la Generalitat que concite un mínimo de acuerdo. Sumidos en el shock de la mentira, los ciudadanos no saben a qué atenerse con una declaración unilateral de independencia abocada al fracaso, sin estructuras sólidas de poder, en manos de un rescate estatal para poder pagar sus nóminas públicas, o sus medicamentos, y sin certidumbre política alguna porque nadie descarta la repetición de las elecciones. Ni Artur Mas ni Convergència han podido equivocarse más. Hoy, el Estado debería condicionar la cesión de dinero del Fondo de Liquidez Autonómica a una rectificación de la "desconexión" anunciada ayer. Ser independiente a medias, y vivir de la solidaridad del Estado del que Cataluña quiere "desconectarse", es decir, de España, es el colmo de una indignidad que no merece ni uno solo de los catalanes.

La réplica unitaria ofrecida ayer por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, junto con el líder de la oposición, Pedro Sánchez, y Albert Rivera es un consuelo dentro del drama. La unidad frente a la secesión realza el valor de España como una nación comprometida contra las embestidas del independentismo. Sin embargo, la tensión política es generadora de incertidumbre, y esta, a su vez, provoca desconfianza en otros países y en su capacidad inversora. Por eso, no es posible que el Estado dude en su réplica. Es demasiado lo que está en juego. La incertidumbre no suma. Frente a la amenaza no caben la división o el tacticismo partidista, y tanto Sánchez como Rivera están demostrando un sentido de Estado acompasado con el liderazgo de Rajoy frente a esta crisis. Artur Mas no ha podido hacer más daño a Cataluña. Ahora, con el TC, la Fiscalía y la Abogacía del Estado, y si es preciso con la suspensión de algunas facultades autonómicas previstas en el artículo 155 de la Constitución, es el momento de poner fin a una etapa atrabiliaria, delirante e inconsciente. Es la hora de frenar la secuencia de una traición. La ley lo exige y los catalanes lo merecen.

Ahora solo cabe reponer el orden jurídico destruido en Cataluña por la más severa agresión causada a la Constitución desde el intento de golpe de Estado de 1981

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