Editorial ABC

Torra es culpable

No es Quim Torra quien incurre en un ilícito penal, sino que es la ley la que, según su versión, no se adapta a sus deseos de hacer lo que le venga en gana como presidente catalán

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El presidente de la Generalitat catalana, Joaquim Torra, incurrió ayer en una actitud delirante durante el juicio que se celebra en Barcelona, en el que está acusado de un delito de desobediencia por el que se enfrenta a una inhabilitación de veinte meses, por negarse a cumplir la orden de la Junta Electoral Central de retirar lazos amarillos de la sede de la Generalitat. Torra se autoinculpó al admitir que desobedeció, pero lo hizo bajo el peregrino argumento de que «era imposible cumplir una orden ilegal». La Junta Electoral le forzó a retirar esos lazos y un cartel en favor de los «presos políticos» en plena campaña electoral, pero Torra considera que aquella orden no solo era impropia de una democracia, sino que la Junta no es un órgano jerárquico superior a la presidencia de la Generalitat. Todo fue un despropósito jurídico en la sala de vistas, donde Torra solo contestó a las preguntas de su abogado y demostró que ha perdido el respeto por la institución que preside, por el propio tribunal y por la legalidad.

En su extraña estrategia procesal, no es él quien incurre en un ilícito penal, sino que es la ley la que no se adapta a sus deseos de hacer lo que le venga en gana como presidente catalán. Por tanto, la ley es irrelevante porque no se subordina a lo que el independentismo entiende por democracia. Sin duda, Torra olvida el antecedente de la condena de Artur Mas, y pretende presentarse ante los catalanes separatistas como víctima de un sistema de Justicia represor y antidemocrático. Sin embargo, su teatralidad no solo choca con el sentido común, sino con la lógica jurídica: probablemente la inhabilitación le dé igual a un presidente amortizado por buena parte del independentismo, que lo considera una marioneta de Carles Puigdemont con su tiempo político agotado. Sin embargo, si la acusación hubiese permitido solicitar penas de prisión, Torra habría actuado probablemente de otro modo. A fin de cuentas juega con las cartas marcadas, consciente de que antes o después los mismos que le auparon a la presidencia de la Generalitat lo defenestrarán.

Asumiendo que incurrió en una conducta de desobediencia, él mismo dificulta la hipotética admisión a trámite de cualquier recurso, porque en lugar de pretender que el Tribunal Supremo examinase y corrigiese su condena, lo que parece es querer abrir debates teóricos irrelevantes. Por ejemplo, sobre el alcance jurídico de las resoluciones de la Junta Electoral, sobre la jerarquía de mando o sobre la propia codificación de los delitos en España. Torra llegó a decir que si hubiese cumplido la orden habría prevaricado. No es solo la perversión absoluta de la legalidad; es la insultante perversión del mandato que los catalanes le atribuyeron.

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