Titulitis

Me pregunto si es más importante tener un buen currículum que aprender a pensar

Pedro García Cuartango

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A mí me sucede lo mismo que a Cristina Cifuentes: que no puedo acreditar que soy licenciado. Perdí mi título en un traslado y no tengo ni idea de dónde puede estar. Tal vez en el trastero junto a antiguas colecciones de revistas y trastos viejos. Pero ni lo sé ni me importa.

Me sorprende mucho que Cifuentes reconozca en su carta al rector que se ha beneficiado de «facilidades» pero que su titulación ha sido obtenida de forma legal tras el pago de sus tasas correspondientes. Yo debo ser bastante ingenuo, porque creía que uno estudiaba para aprender y no para enmarcar un diploma académico en el despacho o para presumir de curriculum.

En mi juventud buena parte de los que estudiábamos en la Universidad teníamos la noción romántica de que los programas servían para adquirir conocimientos y que eso era tan importante o más que sacarse un título. Pero ahora las cosas son diferentes.

Cuando acabe mi bachillerato en los jesuitas de Burgos, me matriculé en la Universidad Complutense en Periodismo y Filosofía. Era el año 1972 y todavía vivía el general Franco, lo que era un inconveniente para algunos alumnos como yo que no soportábamos el adoctrinamiento que impartían los profesores vinculados al régimen. Por eso, decidí abandonar los estudios de filosofía.

Me parecía una ofensa a mi inteligencia el manual de un catedrático llamado Millán Puelles, que, con un planteamiento escolástico, reducía la filosofía a una explicación teológica del mundo. Como yo no pensaba lo mismo, me fui a Vincennes a aprender algo de profesores como Deleuze, Lyotard, Badiou o Chatelet.

En el entorno que yo me movía, los títulos no sólo no eran deseables sino que nos parecían un estigma. En Vincennes, no había controles ni exámenes porque eso se consideraba una práctica que reproducía la ideología dominante del poder. Naturalmente, la titulación de esta universidad, oculta en un bosque, no valía para nada pero eso no les importaba a los que estudiaban allí, sentados en el suelo en un aula sin puertas y con las paredes hechas de materiales baratos que se caían a pedazos. Ello no era obstáculo para que los alumnos siguieran con un silencio casi religioso las lecciones de aquellos profesores.

Vincennes ya no existe, su memoria ha sido vituperada, el edificio fue demolido y los viejos maestros han muerto. Pero, sobre todo, lo que ha desaparecido es su espíritu, que me parece muy cercano a la idea socrática de la mayéutica, basada en la cercanía del profesor con el aprendiz. Hoy difícilmente un estudiante podría pasear con un gigante intelectual como Deleuze para hablar de la relación entre el tiempo y el cine.

Lo que observo en nuestros días es una obsesión enfermiza por acumular títulos, especialmente, esos másteres de universidades prestigiosas que facilitan el acceso al mercado de trabajo. No me parece mal, pero solamente me pregunto si es más importante tener un buen currículum que aprender a pensar por cuenta propia.

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