Tarde
Se remoloneó mucho antes de aplicar justicia
Nunca deja de sorprender el alegre cantamañanismo, la amnesia galopante que permite defender con firmeza una posición y andando el tiempo sostener con idéntica reciedumbre la contraria. La semana pasada, el tótem Felipe González comentó que si se hubiese aplicado el 155 «hace cinco años» el coste «habría sido infinitamente menor». Aplausos para la atinada visión del venerable estadista. Cierto: tendríamos que haber limpiado la gangrena cuando ya se acumulaban indicios del complot delictivo contra España. Pero el aplauso al gurú se me ha quedado helado. Por deformación profesional se me ha ocurrido chequear la hemeroteca por ver qué opinaba González hace cinco años. Y resulta que sostenía exactamente lo contrario. En un acto en Barcelona a finales de 2013 propugnó con convicción una salida dialogada –«hay que hablar», «no hay que tener miedo al diálogo»–, a fin de evitar «un choque de buques y trenes». Quien hoy lamenta no haber aplicado antes el 155 abogaba por el chalaneo con unos nacionalistas obcecados, que ya solo aceptaban romper nuestro país para fundar el suyo.
Existen casos de mutación opinativa todavía más rápidos. Rivera goza de gran bonanza demoscópica merced a que en octubre fue quien más azuzó a Rajoy con el 155. Pero en julio del año pasado se mostraba contrario al mismo. Argumentaba que el 155 «sería un titular fantástico para Puigdemont, pero ni se lo vamos a dar ni vamos a aplicarlo». El propio Gobierno, que finalmente se animó a actuar impulsado por una ola de espontáneo patriotismo y por el discurso del Rey, también cayó a ratos en la fantasía buenista de dialogar con un frontón. En la pasada primavera, cuando ya se masticaba el golpe, todavía el presidente envió a Barcelona a su vicepresidenta, en surrealista embajada para granjearse el favor del auténtico líder sedicioso, el hoy preso Junqueras, quién toreó a nuestra representante con risitas farisaicas y rosas de Sant Jordi.
En el siglo XVII el superdotado Blaise Pascal advirtió de que «todas las desgracias del hombre derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación». Pero la chisposa mente de Puigdemont no es de las proclives al sosiego. Además, el president de la República Ambulante en el Exilio no lee a los clásicos. Tampoco nuestra clase política, sorda ante el aviso de Maquiavelo: «El que tolera el desorden para evitar la guerra tiene primero desorden y después guerra».
El exilio belga cobró pronto tintes de astracán de los Monty Python, incluida la reaparición de Napoleón en Waterloo. Se daba la psicodélica circunstancia de que el president Boadella parecía más serio que aquel al que satirizaba. Pero incluso así, a Puigdemont le votaron 948.000 catalanes. Crecido, cortó sus últimas ataduras con el mundo real y empezó a pavonearse por Europa con una orden de búsqueda y captura sobre el flequillo. No pasaba nada… hasta que holló suelo alemán. Prepárense para el pasmo. En unas horas, Alemania va a demostrar algo inaudito: la ley existe. ¡Oh asombro mediterráneo! Oh conmoción en el vergel donde las masas queman contenedores y arrían banderas españolas y europeas reivindicando la dictadura del sentimiento.