Somos rehenes

Cuanto más se dejen manipular los taxistas por el griterío podemita que medra en el caldo de cultivo del conflicto, más dura será su derrota

Huelga de taxistas en el Paseo de la Castellana, Madrid, el pasado lunes GUILLERMO SERRANO
Isabel San Sebastián

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Aparque usted su coche en una parada de taxis y verá la multa que le cae. Deténgase en el Paseo de la Castellana o la Gran Vía de Barcelona, interrumpiendo la circulación, y antes de darse cuenta le habrán retirado el vehículo, tres puntos del carnet y doscientos euros de la cartera. Nadie atenderá a sus razones, por legítimas o urgentes que sean. Le aplastará la maquinaria del Estado. Porque usted es un simple ciudadano, un contribuyente abnegado, un españolito de a pie obligado a pagar y pagar, so pena de que le embarguen, le parezca justa o no su situación laboral o la infracción imputada. Un desgraciado. Si quienes cortan el tráfico hasta el punto de colapsar su ciudad son millares de taxistas, en cambio, las autoridades escuchan su protesta, les entrevistan en las televisiones y obtendrán un porcentaje mayor o menor de sus reivindicaciones, pero desde luego no sufrirán sanción alguna por el enorme perjuicio causado al conjunto de la población. Moraleja: la fuerza de la razón cede escandalosamente ante la razón de la fuerza cuando quien ejerce el poder carece del coraje democrático necesario para hacer valer su autoridad y la prevalencia del interés general sobre intereses corporativistas.

Una semana lleva sumida en el caos la Ciudad Condal y va para seis días la capital de España, porque el Gobierno no pone coto a una protesta que desborda con creces el ámbito de la huelga para incurrir de lleno en el de la coacción a millones de personas tomadas como rehenes de un conflicto que no está en nuestra mano resolver. Rehenes: eso es lo que somos nosotros y los millares de turistas atrapados en esta situación kafkiana, que les llevará a guardar un recuerdo lamentable de su visita a nuestro país. Rehenes inermes, impotentes, privados de la libertad de movimientos que la Constitución teóricamente ampara, y condenados a padecer las consecuencias de una concatenación de errores administrativos pasados y presentes, ninguno de los cuales es achacable al Juan Español cualquiera que tarda el doble de lo habitual en llegar a su centro de trabajo o se da de bruces con un piquete sumamente agresivo a la salida de un aeropuerto, tal como me sucedió a mí el lunes, en Santander. Afortunadamente, se hizo cargo la Guardia Civil y resolvió el problema con la eficacia habitual, sin más armas que la palabra y el respeto bien ganado que infunden sus agentes. Un respeto que evidentemente han perdido, o nunca tuvieron, los responsables de poner fin a este intolerable chantaje.

No entro a valorar de qué parte está la razón en este pulso que enfrenta a los taxistas con los VTCs. La que pudieran tener los primeros la han perdido al incurrir en episodios de violencia y no vacilar en utilizar a la ciudadanía como elemento de presión en su lucha. Otros hemos sufrido antes que ellos la competencia de servicios nacidos al calor de las nuevas tecnologías (la prensa digital gratuita, por ejemplo, o la migración de la publicidad a las redes sociales donde imperan «influencers» sin preparación ni titulación alguna) y nos ha tocado adaptarnos, asumiendo que no es posible vencer o detener al futuro. Cuanto más tarden los taxistas en aceptar esta realidad, cuanto más se dejen manipular por el griterío podemita que medra en el caldo de cultivo del conflicto, más dura será su derrota. Los gobiernos débiles, como el de Sánchez, cuya respuesta es quitarse el problema de encima trasladando la competencia hacia abajo, nunca aportan soluciones duraderas ni cumplen las promesas que hacen llevados por la desesperación.

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