Tribuna abierta
La vida digna, hasta el final
«La Ley de Eutanasia que se tramita en las Cortes declara un objetivo razonable: equilibrar la protección de la vida con la libertad del enfermo en situaciones extremas»
En las últimas páginas de Línea de fuego, de Pérez-Reverte, un brigadista internacional agonizante les pide a dos soldados del bando nacional que le maten. Cuando uno de ellos, reticente, le dispara, es evidente para el lector que es un acto de compasión y no un asesinato. La literatura ha tratado a menudo este tema, como lo ha hecho el cine, a veces en películas espléndidas como Mar Adentro, La Buena Estrella o Million Dollar Baby. Pero igual que con buenos sentimientos se hace mala literatura, como decía André Gide, partiendo de situaciones dramáticas y excepcionales se suelen hacer malas leyes, aunque la intención sea buena.
La Ley de Eutanasia que se tramita en las Cortes declara un objetivo razonable: equilibrar la protección de la vida con la libertad del enfermo en situaciones extremas. Para conseguir ese equilibrio somete la eutanasia a una doble condición: que el solicitante tenga una enfermedad incurable o unas limitaciones que le causen un sufrimiento intolerable y que la decisión sea tomada por una persona capaz de forma libre e informada, estableciendo procedimientos para controlar ambos aspectos. El problema es que va a ser difícil que consiga el objetivo que persigue.
En primer lugar, porque la Ley pretende que el médico controle la existencia de un sufrimiento físico o psíquico intolerable, lo que es extraordinariamente difícil dado el carácter subjetivo del sufrimiento, por lo que el grado de inseguridad para pacientes y médicos será enorme. En segundo lugar, porque los procedimientos que establece están mal diseñados y no garantizan la verdadera voluntad del paciente ni su adecuada información.
Sabemos, además, a dónde llevan estas dificultades de aplicación. La experiencia de países cercanos con leyes semejantes muestra que la consecuencia será una aplicación generalizada de la eutanasia, mucho más allá de los supuestos excepcionales que dieron lugar a la regulación: hoy en día el 4% de las muertes en Holanda y el 2,5% en Bélgica son eutanasias activas a través de inyecciones letales realizadas por sanitarios.
Algunos de los problemas de la regulación quizás podrían solucionarse cambiando aspectos técnicos de la Ley, en particular mejorando la información y el control de la capacidad, pero existen problemas de fondo que hacen de difícil encaje constitucional el «derecho a morir» que consagra, aunque esté sometido a condiciones.
El conflicto fundamental es con la igual dignidad de todas las personas. Cuando la Ley reconoce las discapacidades físicas o psíquicas que impiden una vida autónoma como causas para pedir la eutanasia, no deja de ser un reconocimiento de que la vida con discapacidad no merece ser vivida. Por tanto, el eslogan de la muerte digna funciona como una confirmación del prejuicio social de que la vida de personas con esas limitaciones no tiene el mismo valor, la misma dignidad.
Además, el reconocimiento del derecho a morir entra en conflicto con otros bienes o valores que el Estado debe defender, como han reconocido el Tribunal Supremo de EE.UU (Washington v. Glucksberg) y el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (Pretty c. Reino Unido): la defensa de la vida, la lucha contra el suicidio, el principio de no tomar la vida de otro, la función de los sanitarios, la protección de los más vulnerables.
La aprobación de una Ley así no dejará de influir en la sociedad. Ya en 1997 - antes de que Bélgica y Holanda aprobaran sus leyes- el filósofo y premio Princesa de Asturias Michael Sandel advertía que el reconocimiento del derecho a morir influiría en la propia conciencia social, que pasaría a considerar la vida como una posesión, lo que aumentaría el prestigio de las vidas independientes y devaluaría la de las personas dependientes. Veinte años de experiencia en esos países ha demostrado que esto es así, con una extensión de los casos, el cambio de las Leyes para su aplicación a menores, y la creciente aplicación a personas con problemas psiquiátricos o demencia senil.
El mismo autor, cuando analiza la manipulación genética en su libro Contra la perfección, advierte que algunas ampliaciones de la libertad no aumentan tanto la autonomía como la responsabilidad y las obligaciones. Advierte que si es lícito manipular genéticamente a mis hijos para que sean más sanos e inteligentes, no tengo tanto la posibilidad como la obligación de hacerlo. Lo mismo sucede en el aspecto negativo: a madres y padres de hijos con discapacidad se les ha preguntado en el parque si es que no se detectó la discapacidad durante el embarazo. Cuando se apruebe el “derecho a morir” estaremos obligados a valorar, en cuanto tengamos alguna limitación que suponga dependencia o dificultad de relación, si nuestra vida es digna de ser vivida o si deberíamos poner fin a ella. Nuestro entorno familiar, social –o un Estado interesado en reducir gastos médicos y de apoyo a la dependencia- nos recordarán esa responsabilidad de manera tácita, o quizás expresa.
Lo anterior no significa que las situaciones excepcionales no deban ser reguladas. Aunque nuestro Código Penal ya reduce las penas de manera drástica si la muerte se produce por petición expresa y en situaciones extremas, cabría establecer una eximente cuando se cumplan determinadas condiciones y garantías. El Comité de Bioética de España propone una solución como la adoptada en el Reino Unido, que evita el procesamiento de personas que han actuado desinteresadamente en esos casos sin llegar a despenalizar la eutanasia.
Cualquiera que sea la regulación que se adopte, convendría concentrar los esfuerzos en aquello sobre lo que todos estamos de acuerdo, que es mejorar el final de la vida. Para ello hay que dedicar recursos para la discapacidad y dar un acceso universal y equitativo a los cuidados paliativos de calidad en el Sistema Nacional de Salud y a la sedación paliativa en la agonía, de forma científica y éticamente correcta, como han solicitado los médicos. La muerte no es buena, ni digna, sino un hecho inevitable: lo que debe ser digno, hasta el final, es la vida.
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Segismundo Alvarez Royo-Villanova es jurista