Ignacio Camacho
El salario de la envidia
La propuesta del salario máximo retrata una ideología del resentimiento, del culto a la mediocridad y al fracaso
Ninguna propuesta simboliza mejor la mezquindad ideológica de la izquierda que la del salario máximo. Un resabio prístino del viejo comunismo y su escombrada antiutopía igualitaria, una declaración explícita de fobia al éxito individual y a la ambición. El sueño de una sociedad económica intervenida por el poder político como si manejase los mandos de una play station para fijar los precios y regular las nóminas. El ideal tardomarxista y totalitario de un universo laboral regulado desde el principio de la mediocridad y desde la desconfianza sobre la riqueza como base del progreso.
Esa propuesta de Izquierda Unida -tope salarial genérico de 6.500 euros al mes, una cantidad generosa en comparación con la sugerencia inicial de Podemos- revela más que un proyecto de ingeniería social: es la demostración de una ideología que profesa culto a la vulgaridad y al fracaso. Significa la explotación electoral del resentimiento mediante la imposición de un tributo a la excelencia. Cualquier trabajador que se considere mal pagado -y en España muchos lo están objetivamente, además de que casi todos pensamos merecer mejor retribución- puede encontrar consuelo en la venganza contra los triunfadores. Se trata de una sórdida compensación moral establecida sobre una especie de salario de la envidia. Un disparate económico, que pone trabas al consumo y al ahorro, y un retroceso fiscal, porque son las rentas altas las que más contribuyen a la recaudación tributaria. Pero la lógica financiera, incluso la redistributiva, cede en la mentalidad de la izquierda al poderoso y tentador resorte del rencor como elemento de agitación de instintos de masas. Y eleva a categoría política los celos.
Una idea así sólo puede ser formulada por mediocres. Tipos conscientes de su escasa valía profesional que hallan un vago alivio psicológico en la desincentivación del desarrollo ajeno, en el aborto de la prosperidad de los mejores, en la zancadilla al legítimo afán de crecimiento. Espíritus anodinos que confunden la igualdad con la abolición del progreso. Funcionarios de la política que jamás encontrarían quien les pagase en el sector privado la mitad de lo que ellos consideran un despilfarro inmoral y desequilibrado. Gente que concibe un modelo social anodino, sin competitividad que desenmascare su alergia al esfuerzo. Su grisura intelectual es tal que ni siquiera proponen un aumento de impuestos a los mejor pagados; quieren simplemente prohibir su florecimiento. Derogar la cultura del estímulo, decretar el conformismo obligatorio.
Se han retratado. Se dicen progresistas y detestan que las personas progresen; recelan de las aspiraciones, criminalizan la valía del individuo y pretenden encerrarla en una jaula de uniformidad. Su programa refleja una patología doctrinal de cierta izquierda enquistada en el atavismo comunista: el odio a la singularidad y al mérito.