La repetición

Un año ya. Todo va a repetirse en Cataluña. Es lo siniestro que vuelve

Puigdemont y Torra reunidos en Bruselas AFP
Gabriel Albiac

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Sabemos, desde Freud, que en la repetición habita lo siniestro: un vago anhelo de muerte. En tal locura vive Cataluña. Y, por contagio, malvivimos todos.

Mañana va a hacer un año del inicio de este colectivo suicidio. El 11 de septiembre de 2017 quedará como el día en que el independentismo abrió la fase resolutiva de su vieja apuesta por lo peor: la que llama a la guerra entre dos comunidades. A aquellos que se saben españoles en las cuatro provincias catalanas, la mitad soberanista –porque de eso se trata, de un choque entre dos mitades–, los proclamó ese día enemigo nacional, aplicando el hallazgo básico de los teóricos nazis alemanes, que tan influyentes fueron en la formación del nacionalismo catalán histórico: para forjar una nación hay que inventarse un enemigo, y hay que diabolizarlo con tal intensidad que su mítica amenaza fuerce a identificarse con providenciales salvadores autóctonos.

Los salvadores lo apostaron todo a esa hipótesis: quienes hablan español en Cataluña tratan de destruir moral y materialmente a los catalanes. Para racistas como Torra, la presencia de humanoides inferiores en la tierra patria entraña riesgo de contaminación sanguínea. No hay sitio para ellos. O bien aceptan la servidumbre agradecida de un Rufián, o bien se les expulsará del paraíso.

A un observador frío y distante, le resultará difícil dar verosimilitud a esa amalgama de infantilismo y perversidad. Pero el observador frío y distante dispone de la biblioteca: tal tipo de perversos infantilismos triunfó ya en la Centroeuropa de entreguerras. Y dio origen a lo más horrible: la depuración final que perpetraron los maestros del «nacionalismo social» moderno. Eso que los círculos wagnerianos barceloneses adoraban. Eso que se repite ahora sin apenas máscara.

Hace exactamente un año, yo escribía: «En Cataluña, una dirección política enloquecida ha forjado la ficción de una revolución –o de un golpe de Estado, no voy a discutir ahora de eso– angelical, sin confrontación física, sangre ni muerte. Una revolución –o un golpe de Estado– de infantil cuento de hadas. Y su ilimitado angelismo es hoy hipermoderno. E ilimitadamente homicida. Hipermoderno, porque en él todo se juega en la suplencia consensuada de lo real por lo virtual. Ilimitadamente homicida, porque el paso al acto de un conflicto en el cual todo aparece con reglas de virtualidad escénica carece de freno».

Era entonces imprescindible romper esa anunciada espiral del desastre. No se hizo. Se aguardó estúpidamente a que el nuevo nazismo atravesara el Rubicón: y declarara una República Virtual Catalana, en cuyos parámetros se mueven hoy Puigdemont y Torra. Y cuando, finalmente, se aplicó –porque no hubo ya más remedio– el artículo 155, se hizo con una timidez y una blandura que tan sólo sirvieron para beneficiar a los golpistas: mártires de lujo con la Televisión catalana en sus manos.

Un año ya. Todo va a repetirse en Cataluña. Es lo siniestro que vuelve: lo siniestro, esa adoración de lo peor.

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