Recuperar la sonrisa

Por primera vez en nuestra historia entra en vigor la aplicación fáctica del artículo 155 de la Constitución

Manuel Marín

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El día más convulso políticamente de nuestra historia reciente culminó este viernes con un rescate forzoso de la democracia, que había sido secuestrada en Cataluña, y una convocatoria de elecciones que corre el riesgo de ser prematura en vista de que el clima emocional no parece el idóneo. El día en Cataluña fue la secuencia de la consumación de un golpe de Estado flagrante y retransmitido en directo con la estética de un auténtico fraude. La mañana consumó el momento de mayor tristeza de nuestra democracia y la noche supuso el restablecimiento forzado del orden constitucional allí donde el odio independentista lo había derogado.

Un acto de trilerismo parlamentario consumado con cobardía –eso es lo que ocultaba la votación secreta de la ficción de una república catalana- convirtió cada minuto en un tiempo ilegal, en el preámbulo virtual de un delirio que el constitucionalismo tuvo que atajar con contundencia. Por primera vez en nuestra historia entra en vigor la aplicación fáctica del artículo 155 de la Constitución para restituir la legalidad, fulminar a un presidente autonómico y todo su aparato de Gobierno, manipulación y propaganda.

Al margen queda como un reducto que cobrará relevancia en los próximos días la maquinaria penal del Estado contra los delincuentes que organizaron ayer la mayor pantomima diseñada en democracia. La unidad absoluta expresada por el PP, el PSOE y Ciudadanos en el Senado fue el único símbolo esperanzador para creer en que finalmente la democracia triunfa frente al autoritarismo de unos iluminados que conducían a Cataluña a la ruina.

Puigdemont había dudado si convocar o no elecciones entre gritos de traidor. Hoy, ya tiene elecciones, pero con la destitución forzosa a manos del Estado, sin ninguna opción política de futuro, con un proceso penal en ciernes que podría abocarle a una detención y con una cínica expiación de culpas para empujar al independentismo a la calle para mantener la insurrección. Un ejemplo de mesianismo delirante nocivo para sus ciudadanos, que han visto, también por primera vez, cómo un presidente del Gobierno central tiene que disolver un parlamento para que deje de estar en manos de unos sediciosos cuyo concepto de la democracia se basa en una dictadura.

Es previsible que en cuestión de días Puigdemont pase a ser historia. Allí donde impera un criterio de soberanía nacional basado en la legítima voluntad de la mayoría, esa mayoría debe triunfar. Es sencillo. Es democracia. Por tanto, que la mayoría haga ese uso legítimo de su voluntad. Y ayer así se hizo. Primero para restaurar la legalidad, y segundo para poder votar en libertad el 21 de octubre.

En cualquier caso, ayer cayó también el mito de que el separatismo está fracturado. O no lo está, o si lo está, sus disidentes continúan escondidos en las sombras de un miedo brutal a se estigmatizados. Las caras ayer en el Parlament lo decían todo. Si estaba protagonizando la jornada más relevante de su historia con la proclamación de una república independiente, ¿por qué parecía un tanatorio, y por qué el canto de Els Segador parecía el óbolo resignado del moribundo que cierra los ojos a la vida? Todo en el independentismo es rancio y sombrío.

Hoy la democracia no se ha dado un festín. Pero ha demostrado que España goza de un Estado de derecho fuerte, que respeta sus leyes, que se quiere a sí mismo, que tiene un respeto inalienable a la soberanía nacional, y que no va a ser el hazmerreír de de una minoría golpista e irracional. En cierto modo, es el primer día de algo. De otra página de nuestra historia. Es el principio del fin de ese complejo de inferioridad que tanto ha retratado al español que con tanto silencio tantos desmanes ha permitido hacer en Cataluña durante décadas. Es la hora de recuperar una orgullosa sonrisa.

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