La polaca
«Cold War» demuestra que el amor es igual (de bueno o malo) en el comunismo que en el capitalismo
El amor es eso que cuenta Manuel Alejandro y canta Rocío Jurado o Fernanda y Bernarda de Utrera. Eso que se rompe de tanto usarlo. Porque se vuelven cadenas lo que fueron cintas blancas (estoy mezclando, no agitando). Cuando vi que Oti le daba cinco estrellas a «Cold War» me fui a verla. Eso no pasa todos los lustros. Aunque temí que lo mismo me tenía que tragar «El año pasado en Marienbad» (1961) o algo así. Pero siempre es un gusto ver esta y supongo que más ahora. Chanel ha restaurado la película de Alain Resnais y Alain Robbe Grillet. Es nombrarlos y las venas se me hacen de pana. Ver a Delphine Seyrig vestida por Mademoiselle es todo un espectáculo (aunque a mí ahora mismo me gusta más la regia Melania Trump de gira por África o Egipto, pese a que sus modelos no vayan a acabar en el Victoria & Albert Museum como los de Chanel). El desconcertante refinamiento francés se agradece. Lo de «Cold War» es refinamiento polaco. Sea eso lo que sea. También en blanco y negro. Lo desconcertante aquí es que empieza como una especie de «Operación Triunfo» de música polaca tradicional. Cuando la cosa ya está armada y los artistas actúan en público me recordó al Festival Internacional de Folclore en el Mediterráneo al que mi madre me llevaba de pequeña en Murcia. A ellos los veía en color, pero mi televisión era todavía en blanco y negro.
Dice Isaac Rosa, a propósito de su última novela («Final feliz», Seix Barral), que «el capitalismo se ha metido en nuestras vidas, ha derribado el último muro que quedaba y se ha colado en lo más íntimo, en nuestra capacidad de amar». Que el capitalismo es también un sistema cultural que genera precariedad vital. «El amor es una forma de valor social. Que te quieran es una manera de valorarte. Si te dejan te estás devaluando». Soy infeliz, porque sé que no me quieres para qué más insistir (Lola Beltrán). El amor de «Cold War» sufre el comunismo. De 1949 a 1964. Pero qué más dará el capitalismo, el comunismo o el zarismo. «Anna Karenina» es una historia de amor. O dos historias de amor. «Madame Bovary» es la historia de una idiota. Sobre la obra de Tolstoi dice Lionel Trilling en «El derecho a escribir mal», cita que también viene de Rusia y de Stalin, que parte de la magia del libro está en la desproporción entre la importancia de un hecho y la cantidad de espacio que recibe. «Cuando Vronski súbitamente comprende que no está ligado a Anna por el amor, sino por el fin del amor… la epifanía está tratada en unas pocas líneas; pero son muchas la páginas dedicadas al momento en que Levin descubre que no tienen ni una sola camisa para su boda porque ya fueron todas empacadas». Los 88 minutos de «Cold War» pueden parecer una desproporción entre la importancia de la película y su duración. Es una de sus grandes virtudes. Las elipsis continuas de la relación entre Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot) se entienden mejor que el galimatías pretencioso de Marienbad. Zula es la que manda, la que decide en ese perpetuo ni contigo ni sin ti que se trae con Wiktor. Joanna Kulig me desconcierta porque a veces me parece Gena Rowlands y a veces Leire Pajín. Inquietante.
Las cartas de amor (como las grabaciones de Villarejo) son siempre ridículas. Salvo para quien las escribe y para quien las recibe. Las películas, como las canciones, consiguen ser universales. «Cold War» lo es. Polonia en blanco y negro con coros y danzas. Sin nazis, en tiempos del comunismo. Y es universal. Porque el amor lo es. Aunque no siempre tenga cinco estrellas. Aunque se me aparezca Leire Pajín.