Miradas sobre la pandemia

La banderita de mi balcón

No, no saldré al balcón, ni a aplaudir a las 8, ni a darle a la cacerola a las 7, ni a cantar resistiré, ni a sumarme a las ferias de abril balconiles

Pilar García Estévez

No, no saldré al balcón, ni a aplaudir a las 8, ni a darle a la cacerola a las 7, ni a cantar resistiré, ni a sumarme a las ferias de abril balconiles. Trataré de explicar mi objeción al balconeo, aunque ya sé que unos me tildarán de facha, y otros de vendida al Gobierno. Es mi sino. Casi nunca he encajado en las corrientes de masas y ahora tampoco.

Cuando empezó la pandemia, me apunté a los aplausos con emoción y cierta ingenuidad. Yo también quería dar ánimo a los sanitarios. Tengo una nuera y un cuñado médicos que están en el frente de batalla. Veía las imágenes de los balcones en Italia, y yo también reclamaba un himno que pudiésemos cantar desde ellos. Somos el único país con un himno nacional sin letra que poder cantar. Pero surgió «resistiré» y todos nos sentimos unidos alrededor de su fuerza. Yo, en plan Mariana Pineda, me hice incluso una banderita de España con unos retales que tenía en casa. Me ilusionaba la sensación de una sociedad unida por fin en un esfuerzo colectivo.

Han pasado las semanas y, francamente, cuando salgo al balcón ya no sé a qué o a quién estoy aplaudiendo. Hay mensajes de sanitarios diciendo que los aplausos de las 8 les ayudan. Otros sanitarios dicen que no aplaudamos porque no están recibiendo la protección adecuada y que menos aplausos y más equipos de protección. Se convocan caceroladas contra el Gobierno a las 9, contra el Rey a las 7, el himno nacional a las 12, camiseta negra a las 8, dimisión del Gobierno siempre. Todo eso está muy bien y lo respeto, pero lo que en un principio empezó como apoyo a una causa común, se está convirtiendo en un enfrentamiento. Hasta las lágrimas en los funerales se emplean como arma arrojadiza. Los mensajes que parecen, en principio, de apoyo a alguien o a un colectivo suelen ir acompañados de otro mensaje contra otro colectivo contrario. Yo misma me sorprendo mirando de reojo al vecino a ver si aplaude o saca la cacerola. Los vecinos se increpan desde los balcones. ¿Es esto lo único que vamos a sacar de esta tragedia?

Tan deprimida estaba ayer, que pensé incluso en quitar mi banderita casera. Pero luego comprendí que esa modesta banderita era muy importante para mi. La primera vez que voté fue para refrendar la Constitución. Los más jóvenes no han vivido sin ella, y no se dan cuenta, quizá, de lo importante que es. En el balcón de al lado hay una bandera republicana. No soy particularmente monárquica, pero mi bandera es la bandera constitucional con su coronita y todo (la mía, caserita, no tiene escudo ni corona, claro). Pero es que es esta bandera la que, hoy por hoy, garantiza que en el balcón de al lado haya podido estar desplegada, desde hace casi dos años, una bandera republicana, sin mayor problema.

Respeto, que no comparto, todas las opiniones, pero no estoy dispuesta a que ni yo, ni mi balcón seamos utilizados contra unos ni contra otros. Comprendo y comparto la indignación que devora a tantas personas, pero por favor, no nos insultemos unos a otros. Admito que, emocionalmente, esa indignación necesita un canal de desahogo, pero, tengamos cuidado. Nos jugamos mucho. Nos jugamos la convivencia de mi banderita con la del balcón de al lado. Nos jugamos el que yo pueda escribir ahora esto, que hace 45 años no podría haber escrito libremente. Nos jugamos el que se puedan decir cosas que nos parecen una barbaridad. Nos jugamos el que, a pesar de los pesares, se pueda poner pingando por whatsapp al Gobierno.

Nos jugamos también el que, si esto acaba, podamos pedir las responsabilidades pertinentes. En una democracia los ciudadanos votan, exigen responsabilidades a sus gobernantes, el poder judicial ejerce su control, el Parlamento legisla, las fuerzas de seguridad salvaguardan el orden cuando es preciso. Si no somos capaces de jugar con estas reglas, nos habremos cargado la banderita de mi balcón (y, de paso, la del balcón de al lado también). ¿Y que nos quedará luego?

No hay virus que me dé más miedo que el de la herencia de Caín. Lo que me asusta de verdad es dejar a mis hijos y nietos en un país enfrentado y dividido y por tanto sin resortes para enfrentarse a un reto como el que se avecina.

Defenderé como el que más el derecho a protestar, a disentir, a aplaudir desde el balcón, a aporrear la cacerola, a cantar Resistiré, la salve marinera y, hasta la internacional si me apuras. Lo que no defenderé nunca es el derecho a insultar o a mentir. El insulto es el recurso cuando fallan los argumentos. No aguantaré impasible el engañar o ser engañada. Me apuntaré a pedir las responsabilidades que procedan a quien nos haya insultado, mentido o engañado. Se lo debemos a los muertos y a los vivos, pero serán los tribunales y no la sed de venganza los que habrán de decidir.

No, no saldré más al balcón. Dejaré mi banderita.

Pilar García Estévez es Catedrática de Física Teórica en la Universidad de Salamanca

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