Mayte Alcaraz - Pecados Capitales

La perrocracia

El dislate de la Comunidad de Madrid permitiendo la entrada de perros en el Metro es solo un paso más hacia el desastre

Mayte Alcaraz

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Hace poco, a la entrada de un supermercado, observé una escena que bien sirve de metáfora de una aberración cada vez más extendida: nuestra opulenta sociedad, animada por políticos inanes, ha convertido a los perros en sujetos de «derechos» y a los que no nos gustan los canes en ciudadanos de tercera, si no en sospechosos cuerpos sin alma. Un africano, obligado por indigencia a pedir limosna a la entrada de la tienda, servía de nodriza para perros; sus dueños, angelitos ellos, le habían cedido al pobre inmigrante, bajo un sol de justicia, a sus chuchos a cambio, supongo, de alguna moneda. Mientras los desprendidos animalistas llenaban sus cestas en las obscenas, por lujosas, estanterías de comida y juguetes para canes (donde pueden elegir mhims de pollo y vegetales, césar pouch multipack, snacks caninos, comida light, jerséis de croché, huesos con sabor a fresa o casetas con calefacción y/o aire acondicionado) sus mimados «chiquitines» disfrutaban de la supervisión de una persona que, tirando por lo alto, recaudaría esa tarde el equivalente a lo que cuesta una caja de bolitas de pienso en oferta.

Curioso que muchos de los amantes de estas mascotas hayan extendido la lerda idea de que ellos disfrutan de una superioridad moral sobre los que, sin tener nada contra los animales, aborrecemos igualar a un ser humano a una bestia. Es ese pensamiento dominante según el cual la tenencia de perros dota automáticamente de un carné de bondad. O su rechazo, denuncia un déficit de humanidad (?). Documentado es el amor de Hitler por los canes e ilustrada la defensa de las mascotas por algunos referentes de la telebasura, que con la misma pasión que secundan campañas en Twitter a favor de estas, pican carne humana -con oficio de carnicero- en los deluxes televisivos; como conocido es el amor de psicópatas de todo pelaje por esos animales de compañía: sin ir más lejos el asesino de las chicas de Cuenca, que antes de la doble atrocidad había atravesado una depresión por la muerte de su perro. Naturalmente que entre los aficionados a los canes hay excelentes personas (tengo amigos y familiares entre ellos) pero esa calidad no es tributaria de su gusto por los chuchos. Como no lo es tampoco si se peinan con raya al lado o en el centro.

Como los dueños claman por los derechos de sus mascotas, los políticos los han incluído en la caja registradora de los votos, ¡guau!. Y así, clink clink, han colegido que hay que seguirles la corriente, sin calcular el atropello a los derechos de los ciudadanos que prefieren ver sus impuestos invertidos en parques para sus hijos o infraestructuras sociales para sus mayores que en jardines para perros, cementerios para perros y, ahora en Madrid, Metro para perros (y lo de la EMT está al caer). Cristina Cifuentes ha decidido, sin consultar a los que sufragamos el suburbano madrileño, que 300.000 perros censados en Madrid accedan al último vagón, despreciando las fobias, alergias, repugnancia o real gana de los contribuyentes que no quieren viajar rodeados de chuchos. Un paso más de la degeneración de nuestra civilización que ha aceptado que señores de dos metros tengan que agacharse a recoger cacas humeantes. Incluso que los parques infantiles estén copados de animales que impiden que los críos jueguen: o que haya más clínicas veterinarias que consultorios médicos. Por no hablar de los tratamientos psiquiátricos a los chuchos estresados por los ruidos que generan personas que, con su trabajo, apenas reúnen suficiente para llenar la nevera con comida menos sofisticada que la de Royal Canin. Pero puestos, presidenta Cifuentes, hemos de conseguir la igualdad total. Y ese mismo trato que, gracias a usted y sin que nos haya consultado, los madrileños damos a los perros hay que desear que ellos, algún día, lo tengan con las pulgas. Porque todos somos hijos de Dios. Vaya legislando, por favor.

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